Cada persona que entra a un aula escolar es una criatura única en su especie, siempre insólita en un aspecto diferente a lxs demás, y esa es una de las muchas definiciones de monstruo, justo la que me gusta, porque expone la magia de la multiplicidad. Todxs tenemos nuestras deformidades y podemos ser el desorden que trae la novedad, la posibilidad de fuga de lo existente. Cuando los monstruos entramos al aula, ya nada será como estaba planificado.
La comparación de lxs niñxs con los monstruos no es especialmente novedosa. La literatura sobre el tema lxs ha puesto en el lugar de animales, demonios y salvajes tanto como se lo ha permitido el discurso civilizatorio de una educación para domar a las fieras (*Sarmiento intensifies*). En este relato desarrollista, quienes resulten moldeables por la instrucción estarán listos para una vida correcta en la casa y el trabajo, y quienes se resistan demasiado deberán ser encerradxs, sino muertos por las fuerzas de seguridad (*Berni intensifies*). Quizás suena un poco a siglo XIX, pero las cosas no han cambiado tanto desde entonces para el grupo poblacional más joven, que además ha sido la variable de ajuste económica de la crisis pandémica mundial. Lxs niñxs han resultado ser todo menos privilegiadxs.
NIÑX, OTRX, MONSTRUX
Al final, es cierto que lxs niñxs son criaturas, pero son las instituciones las que a veces dan miedo en su intento por normalizarlo todo. No educamos en la diversidad de una publicidad de Benetton, sino en el tacho de basura de un sistema global que sigue viendo en América Latina el subdesarrollo humano. Por suerte, no queremos ser más esa humanidad.
Y si bien es cierto que no existe algo como LA niñez, sí podemos decir que en Argentina todxs lxs niñxs irán a la escuela. Y eso es hermoso y difícil. Las pretensiones universalizantes de la cultura occidental nos han costado varios geno/eco-cidios, pero no vamos a renunciar a la idea de que en las aulas entramos todxs. La pregunta es, una y otra vez, cómo son esas aulas donde lo que crece es la monstruosidad que porta cada unx en su singularidad, mientras todxs mutamos como producto de las recíprocas afectaciones. Quizás, la propuesta cuir es por la radicalización de la extrañeza intergeneracional habilitando pedagogías de la calidez para quienes siempre serán lo distinto a nosotrxs.
En definitiva, cuando hablamos de las infancias lo hacemos desde el exilio, desde lo que no somos, pero con lo que establecemos una relación apasionada. Esa extranjeridad a la que nos obliga el paso del tiempo nos da, sin embargo, la posibilidad de gestar el entre desde donde narrarnos, en diferencia pero en comunidad. Derrida habla de la hospitalidad como una forma de bienvenir a lo desconocido en el hogar y ofrecerle una taza de té con galletitas para que se disponga a intercambiar historias de los dos mundos. Suelo pensar en eso cuando me toca el desayuno en la escuela, ese ritual maravilloso que sólo puede darse con una otredad que se me escapa. Es en esa ininteligibilidad que radica el interés de la charla, que tiene sentido mientras se sostenga lo imposible de una traducción exacta. Para prestarnos atención mutua es importante que existan incongruencias, o sea, que haya conflicto y desacuerdo.
Esto quiere decir que tomar el té con los monstruos conlleva sus riegos. Son impredecibles los efectos de nuestras palabras sobre cada una de esas criaturas, que a veces gritan, muerden, revolean útiles por los aires y nos miran con un desprecio que duele. Ningún acuerdo de convivencia puede prevenir el desorden inherente a la vida en comunidad –aunque un buen trato puede resultar una efectiva política de reducción de daños. Y si conversar ya tiene sus complejidades, imagínense tener que aprender algo nuevo, una tarea en general esforzada, que da bronca un buen rato hasta que algo se acomoda (¿los esquemas?) y ¡ah! la profunda satisfacción de entender algo. Pero prima la confusión, no vamos a engañar a ningún monstruo con eso.
Compartir el aula con la alteridad etaria significa tener mucho para contarles a lxs recién llegadxs al mundo acerca de cómo es que funciona todo esto que ya estaba cuando nacieron y, a la vez, entregarse a la certeza absoluta de que ese mismo mundo es un lugar diferente porque ellxs existen en él como una primicia. Niñxs y adultxs nos desconocemos cuando llegamos a la escuela, pero elaboramos estrategias de aproximación con el conocimiento en el centro del vínculo. Lxs estudiantes son el acontecimiento de la existencia encarnado en cada cuerpo frente al pizarrón. ¿Y el cuerpo docente?
MAESTRXS MONSTRUXS
Las pedagogías cuir también nos permiten pensarnos a lxs docentes como monstruos y, en nuestra mejor versión, somos la pesadilla de la educación neoliberal. Profanamos, conjuramos y despabilamos sublevaciones, somos buenxs conspiradorxs y sabemos hacer mucho enchastre. val flores juega con la figura del vampiro para urdir una pedagogía de la mezcla que desestabilice el binarismo de las ideas, mordiendo aquello que se considera absoluto para contaminarlo con preguntas y forzar su mutación. En los afilados colmillos de esta maestra tortillera la educación es una traición a cualquier pureza, en tanto enseñarle algo a alguien es incitar lo sorprendente, tratar de provocar que pase algo diferente a lo que hubiera ocurrido sin ese aprendizaje. Así que educar es, necesariamente, torcer el desarrollo.
Un monstruo clásico del campo educativo es Frankenstein, que en el libro original tiene de subtítulo “El moderno Prometeo”. Este titán griego, que le robó el fuego a los dioses para ponerlo a disposición de la humanidad, tiene mucho de profe en la escuela. Creo que parte de la monstruosidad docente está en nuestro acto permanente de profanación, en sacar el conocimiento de los templos exclusivos de su producción y hacer de la información un bien plebeyo, embarrado, para todxs, pegado con figuritas del mundial sobre una planilla de notas viejas. Blasfemamos sobre las verdades absolutas en una irreverencia que no es solamente la de irrumpir en espacios sagrados (como el laboratorio o el poder judicial) y robar la data para exhibirla en el centro de la plaza pública, sino la de quedarse al lado de quienes van llegando para compartirles el sentido que supimos conseguirle a cada cosa.
Lxs docentes somos el Frankenstein de cada día y llevamos adelante una monstruosa ética de la profanación sin más finalidad que contagiar el placer por aprender y animar a cada estudiante a deformarse/nos/lo todo lo que exponemos, que es en la erosión de lo existente se van abriendo ventanas para salir juntxs en el recreo a tomar un poco de aire y sol.
Otras criaturas terribles que se nos parecen a lxs educadorxs son las brujas, porque practicamos la hechicería y evocamos lo que no existe. Con pócimas desplegadas en secuencias didácticas hacemos aparecer números imposibles –piensen en las cifras negativas- y le damos vida a objetos absurdos como el planeta júpiter o un átomo.
Mi magia favorita de bruja-profe es la del tiempo que trastocamos en, por lo menos, dos sentidos. Uno, porque hacemos del aula un espacio de encuentro entre generaciones donde las edades se miran a los ojos y el cuidado mutuo centellea las palabras que retumban en la cartulina mal pegada frente al pizarrón, burlando el adultocentrismo heredado. Conjuramos lo intergeneracional conectando de modos inesperados lo existente, haciendo arder en la puerta de la clase los libretos etarios predeterminados mientras un par de estudiantes tratan de hacer andar el proyector y otrx me disculpa el mate que volqué en su examen al corregir.
El segundo desvío temporal lo invocamos en nuestras aulas cuando logramos una fantasía de aprendizajes sin apuro, creando una hora cátedra donde siempre hay un rato más para volver a explicar lo que haga falta. Nos inventamos los mil trucos para combatir la ansiedad de la respuesta correcta, la buena nota inmediata y la permanente evaluación del gesto. Y hasta convertimos el “no lo entiendo” en una cuestión temporal haciendo aparecer al final un “todavía”, mientras obligamos al curso entero a repetir el encanto de la educación pública: ¡abracadabra, todxs pueden aprenderlo todo!
El último monstruo que quiero traer a esta genealogía cuir de la docencia es el de Medusa. Su historia resuena en nuestra condición de trabajadorxs de la educación. Como tales, nos han bastardeado, despreciado, ultrajado, denigrado. Nos han dicho que debemos permanecer silenciosxs fuera de las aulas, obedientes a los directivos e intelectuales endiosados del poder de la verdad pedagógica. Medusas decapitadas como ejemplo perfecto de la neutralidad que deberíamos portar frente a todos los temas.
Pero de nuestro cuello lastimado brota la solidaridad de clase y la sororidad feminista y ahora estamos enojadas, llenas de ira por el maltrato de los sucesivos gobiernos que odian nuestro trabajo porque le temen al pensamiento crítico del que somos guardianas. Alimentadas del espíritu de Medusa, nos hicimos docentes incumpliendo el mito patriarcal de la maternalización de nuestra profesión e incomodando con nuestros cuerpos –lesbianos, maricas, gordos, marrones, demasiado jóvenes y demasiado viejos- y con las palabras que usamos para nombrar el mundo. Rugimos contra las narrativas de la vocación y la miseria de nuestros sueldos. Contrabandeamos deseo en las aulas habilitando encuentros inesperados con las infancias. Somos un sindicato de medusas y haremos piedra a quienes vulneran nuestros derechos y los de lxs estudiantes.
LA PEDAGOGÍA CUIR NO EXISTE
Lo cierto es que nadie sabe muy bien qué son las pedagogías cuir y cualquier definición atentaría contra su propuesta, que procura atentar contra sí misma para no volverse receta ni verdad. Quizás, como dice Britzman, conviene pensarla como una serie de estrategias del hacer para oponerse a la normalización de lo existente y es en este sentido que la figura de monstruo puede servirnos. Cada criatura áulica tiene sus mutaciones, algunas dan ventajas y otras complicaciones a la hora de cumplir con el currículum, pero todas producen dolor si esperamos que la escuela reproduzca lo que ya existe o nos haga mejores en la lógica de este sistema. O sea, personas cis-heterosexuales productivas y reproductivas, competitivas, con más diplomas y medallas apiladas, necesariamente más ansiosas y angustiadas, probablemente no más enriquecidas por ello (puesto que la meritocracia es la estafa piramidal definitiva del capitalismo).
Hace más de 200 años que la escuela existe como el espacio otro de la casa y la familia. Ir a la primaria y a la secundaria es interrumpir la continuidad de lo conocido y exponerse a lo incierto. No se me ocurre una mejor explicación de lo cuir que la radical otredad a la que nos empuja una tarde en un aula, si logramos suspender el pánico por lo distinto y la tendencia a su destrucción –que también enseña la escuela- y entregarnos a la fiesta de los monstruos que, con tanta belleza, convida Sendak en su libro.