Posiblemente, el papel crepé para la confección de la chaqueta junto a la cartulina azul destinada al morrión, fueron comprados en la librería de los Furty, pero de lo que estoy seguro es que, al cartón duro, materia prima del sable corvo, lo consiguieron en la fábrica de cajas, propiedad de don Triulzi. Mi participación en aquel acto escolar fue breve pero contundente, me dejé caer en el escenario, aplastado por mi palo con cabeza de caballo, mientras el Negro Yuli al intentar levantarme fue atacado por la espalda con la bayoneta del Cabezón Tealdi. Luego de que mi salvador me diera el pie necesario, “muero contento, hemos batido al enemigo", pronuncié en voz alta unos versos sentidos que hablaban sobre una libertad naciente. 

Entre el público presente, mi padre fue el que más aplaudió mi única actuación que presenció. Cada vez que estaba contento, acostumbraba a cocinar un pollo al horno con camotes. En aquella cena de festejo, me anunció, entre otras cuestiones, que en la vida todo se podía comprar menos el amor y que el amor a la patria debía sentirse desde pequeño. 

Cuando le pregunté si lo había conocido a San Martín, me contestó que sólo en los billetes, pero que, durante un desfile en conmemoración de los cien años de su muerte, había tenido la oportunidad de saludar personalmente a otro general preso de la misma suerte que el prócer correntino, un exilio anunciado para consumar la entrega. 

Tal vez porque el cocinero presentía que no le quedaban muchos espiedos por delante, se encendió en un discurso político poco entendible para quien escribe, interrumpido por pedido de mi madre, quien le advirtió que no había necesidad de prenderme fuego en los pies, que había cosas que me debía contar en un futuro, a medida que las fuera preguntando. Aprendí en esa oportunidad que en la escuela no sólo estaba prohibido decir malas palabras o hablar sobre sexo, utilizando las paredes del baño o el doble sentido en la reproducción de las plantas para eludir lo vedado, también existía un agujero negro para todo el alumnado interesado en aprender historia. 

Después de doce años de transitar por distintas aulas, me convertí en un autodidacta de extramuros, escuchando apasionantes relatos en boca de algunos viejos o leyendo libros chamuscados, salvados de algún incendio o en su defecto, humedecidos a causa de haber estado escondidos bajo tierra. 

Así fue como me enteré, entre otras cosas , que el original de mi sable de cartón había terminado en las manos del tirano Rosas, que el general Roca, de quien guardaba una foto de su estatua en mi viaje de egresados a Bariloche, toda la tierra que le robó a los originarios en su expediciones al desierto, la había dividido entre dos mil familias de la sociedad rural, lejos de parcelarse para la producción de alimentos imitando políticas del país del norte, eligió apuntalar las bases de un país desigual, nunca pobre, siempre empobrecido. 

También fui sorprendido al enterarme que el bautismo de fuego de nuestra fuerza aérea lo había conseguido bombardeando a su propia población civil, preámbulo de la caída de la segunda tiranía y la consecuente "ayuda" de los préstamos de los organismos internacionales. 

Orgulloso de haber votado por primera vez en el 83, seguí viviendo y sintiendo en democracia las consecuencias de una fuerza centrífuga ocasionada por las mismas contradicciones. Una historia circular genera el mismo efecto que cuando jugábamos a marearnos en la vereda girando sobre nuestro eje, perdemos el equilibrio. 

Si para contraer una deuda que dificulte muestra independencia, alguna vez se necesitó de un genocidio y en otro momento bastó con la seducción de una mujer elegante y sonriente de quién debíamos enamorarnos a pedido de un presidente elegido por el mismo pueblo endeudado, ¿cuánto habrá de olvido y cuánto de perversión en nuestro comportamiento? 

Los años vividos me enseñaron a desconfiar de los falsos vanguardistas iluminados, será cierto que, si los humanos queremos más a los perros, ¿amaremos más a nuestros semejantes? ¿Será verdad que al enfrentarnos todos contra todos, buscando un extremo individualismo, encontraremos la libertad? ¿Dicha palabra tendrá el mismo sentido que el eco del grito de los soldados que cruzaron los Andes, o será sinónimo de una soledad sombría iluminada apenas por la luz de un celular? ¿La aparente calma con la que Cabral enfrentó a la muerte será consecuencia de no haber perdido nunca de vista al verdadero enemigo? 

A pesar de mi estado de confusión crónico, sigo escuchando las voces de la calle con el fin de entender la realidad. Mi vecina Luisa, trasplantada de riñón en un hospital de Buenos Aires hace algunos años, aturdida por la extraña fascinación que generan los discursos de odio, no cesa de pregonar con entusiasmo la abolición de la salud pública. Enzo, mi carnicero no duda un instante en culpar del desastre económico actual a los planeros, mientras considera un accidente natural la fuga de capitales en manos de un puñado de cipayos, atesorando excedentes en distintas offshore con la misma voracidad con la que los primeros conquistadores saquearon el oro de los Incas. 

En estos días, enamora a una parte de la población un hombre que ama con locura tanto a sus hijitos de cuatro patas como a la motosierra, ostenta una violencia que oculta su miedo, agita la bandera de la libertad desde la atalaya del totalitarismo, repite una diatriba en la que no tienen lugar palabras como patria, derechos o pueblo y promete desterrar a don José de los billetes, símbolo de la soberanía nacional, con el fin de consumar la entrega. 

Por suerte, el último de 17 de agosto, pasó por mi puesto de trabajo mi cliente y amigo Thiago. Cómo es su costumbre lo hizo de la mano de su mamá, pero en esta ocasión vestido de granadero. Desafiando el sutil reto silencioso del tirón de brazo, me saludó como siempre, “chau diariero, ¿no tenés un cuentito para regalarme?". 

Esa mañana el regalo me lo dio él, interpretando un relato heroico y necesario como resistencia del mismo sueño. Dejé que se alejaran unos metros y grité su nombre para que se diera vuelta. En ese momento sentí su mirada como la de un corredor de carreras de posta esperando ansioso que le entreguen el testamento. No tuve más remedio que pasarle mi legado, “en la vida todo podrás comprar…todo menos el amor, ¡el amor a la patria se debe sentir desde chiquito …porque la patria es la infancia!"

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