No me pregunten por qué ni cómo ni dónde, y menos aun cuándo. Este relato apuntado en una orilla de mi historia tiene protagonistas diversos y un escenario parecido: la sinrazón a simple vista, la ausencia de motivos y por ende la necesidad de comprensión, algo imposible, de hacia dónde nos estábamos encaminando. Solo sé –y eso lo puedo afirmar porque lo estoy escribiendo– que de repente, en la barriada de pibes empezó a fermentarse esa pared inmaterial, esas voces que nos repicaban desde el fondo y nos gemían o señeramente nos ordenaban “tenemos que morir, tenemos que morir, tenemos que morir”. Y en la propia negación del miedo encontrábamos la valentía.
Había odio. Quién lo empezó, quién lo puso por vez primera en palabras, no lo recuerdo. Fue una página que todos, apresuradamente, dimos vuelta en cuanto el viento que la agitaba dejó de soplar. Pero que sucedió, sucedió. ¡Y de qué manera! “Tenemos que morir, tenemos que morir, tenemos que morir”, nos soplaban esas voces y las escuchábamos con la atención de convictos. De autistas. De huérfanos de ley. De malcriados. De solitarios. De kamikazes jóvenes sin patria ni honor a la vista: solo con un presentimiento de que volcándonos sobre el abismo de nuestras muertes propiciaríamos las otras, las que se merecían ocurriesen.
Aurelio, el de la voz antigua, atravesó toda una formación de pilotes bajo los cuales se abría el abismo de la obra en construcción a una altura de veinte metros, sin una mueca. Llegó al otro lado y recomenzó el trajín hasta que le gritamos que se detuviese. Otro, Eusebi creo, metió la cabeza en la jaula del Satán, el animal más temible, esa bestia traída del Paraguay por el Correntino, pero el perrazo lo ignoró. Trillo cruzó, vendados los ojos, la avenida sobre su bici Graciela con semáforo en rojo: unos raspones de llevarse puesto un andamio y nada más. Lejos de agrandarnos, aquellas hazañas parecían contemplarnos a nosotros desde afuera, como si no participáramos de ellas. Indolentes y estupidizados por una inmaterialidad de la tragedia por venir, nos quedábamos en las esquinas sin comentar nada.
Era extraño: una demencia de gas letal había llegado hasta nosotros y no lo advertíamos. Sucede: un cuerpo se enferma, una manada también. Ignoro el cómo y el porqué. He evitado la superstición y el fundamentalismo de la ciencia para explicarme aquello que sucedió en nuestro barrio. Solo lo escribo, rompiendo un cerco de silencio, sin siquiera intentar explicármelo: que las palabras hablen, ya no sé más nada, solo quisiera que las oraciones operen de médium entre lo terreno y lo sobrenatural. Ignacio se metió debajo del camión de soda en movimiento, aquel que tenía pintado el escudo de Euskadi y la palabra Aletha en su parabrisas, y salió indemne. Martín se arrojó desde el muelle de pescadores al Paraná y quedó flotando en la correntada hasta que lo devolvió a la altura de la estación Fluvial, cercándolo entre el paredón de la lancha que iba a las islas. Lo ayudaron, estaba reconcentrado y se sacó las preguntas, la manta que le ofrecieron y la gente de encima con fastidio.
Por la noche, noche de sábado para los chicos sin novia y sin plata, reunidos a las puertas de la casa abandonada donde no llegaba el foco de la luz ni las miradas inoportunas, nos quedábamos quietos, callados, interrogativos por aquel zonda que destartalaba cabezas con su imperativo silencioso pero que aún no se animaba a matar a chicos como nosotros. Queríamos morir; “Ella”, la Fortuna, lo sabía. La Muerte de sonrisa desdentada, también. El diablo bailarín de los altares herejes, también. La oscuridad con su tedio de irresolución, también. Lo sabían los pumas que custodiaban los pajonales de las fiebres, donde se formaba la laguna de hinojos; lo sabían los criminales legítimos que habíamos entrevisto en los bolichones y que parecían guiñarnos un ojo a nuestro paso; lo sabían las comadronas desacralizadas y olorientas a leche de niño recién nacido; lo sabían los duendes de la siesta y los angelitos en formol que guardaba la morgue del hospital; los troles y su electricidad de señal con chispas extraterrestres; las momias que se levantaban maldiciendo en las terrazas; los viejos avaros en sus piojeras; los vampiros que en el día yacían en lo profundo de los patios de tierra; los locos que eran atados a las sillas con tiras de plástico y aullaban mientras sus familias almorzaban entre gritos; las santas coléricas que pugnaban por un hombre entre sus piernas; los agusanados; los deformes; los poseídos y los que ya no tenían ni a su propia vida, lo sabía un rosarino que había muerto en Bolivia.
Todos ellos de pronto fuimos nosotros. Queríamos morir, lo habíamos intentado todo, pero la aniquilación nos estaba vedada. ¿Razones? No las preguntamos. Aceptamos los hechos con escepticismo de adultos, envueltos en nuestras corazas que se ponían más opacas en esos sábados de soledades de esquina cuando el mundo entero parecía disolverse y ponerse en movimiento a la vez, con las familias partiendo en sus autos hacia fiestas y los novios paseantes buscando las sombras para manosearse, mientras el universo todo era el complemento adverso de aquella, nuestra mala suerte del revés.
Desandamos el camino y en el claroscuro de esas lamparitas de 60 wats que pendían en las esquinas mientras esperábamos vaya a saberse qué cosa, frustrados de no entender nuestra demencia, apareció aquella mujer. Blusa blanca, pantalones de cuero, sonrisa de marioneta. Nos arrojó un gatito muerto a nuestros pies. “Así es como van a quedar si no lo siguen, porque ustedes, sus padres y el mundo se lo merecen: vivir con otra ley, la ley de Milei”. Lo dijo clarito. Esa palabra, ese nombre que con el tiempo pude enhebrar. Milei había dicho, y todos habían entendido Mi ley, la suya. Ya lanzada, se quitó la blusa y desapareció en la oscuridad. Estábamos sentados en círculo y era domingo, lo recuerdo porque fue el último.
Ahora, a cincuenta años de aquella noche, se había materializado nuestro Flautista de Hamelin. Después de aquello nos separamos para siempre y cada cual hizo lo que pudo con su vida, aceptando el designio de que hiciéramos lo que hiciéramos el mundo sería irreal y alguien nos intentaría gobernar, nos humillaría, porque estábamos siendo combatidos en nuestros sueños más altos, porque lo habíamos intentado todo, habíamos fracasado en nuestra libertad de elegir, pero evidentemente, con una dicha fatal que nos tornó más fuertes, habíamos rechazado el hechizo y nos encontramos tan igual de solos, pero condenados a vivir.