En un futuro cercano desaparecerá la última generación que aún guarda una memoria física de lo que era la fotografía antes de volverse información digital. Se conservará probablemente en los relatos -históricos, museísticos, familiares- el acontecimiento del revelado, el hiato mágico que aún separaba el acto relativamente a ciegas de la toma y el surgir de la imagen en su oscuro baño bautismal. Pero esta memoria ya no estará inscripta en el cuerpo de la experiencia. Mejor dicho: sólo habrá quedado atesorada en cuerpos no humanos.
A inicios de 2014, Jackie Parisier (Buenos Aires, 1968) compró un lote de 11 rollos fotográficos, envueltos en 8 paquetes rotulados a mano. En principio, un elemento más de la ingente masa de objetos que circula globalmente en los mercados vintage de bagatelas y residuos culturales de lo más diversos. (Para Boris Groys la política del arte contemporáneo consiste en sustraer aquello que circula anónimamente en las redes y dotarlo de singularidad). Los rollos habían sido expuestos pero nunca revelados. La información manuscrita daba detalles importantes: las tomas habían sido hechas entre 1959 y 1961, en el ámbito privado de una familia, a juzgar por los nombres de los protagonistas: tres niños –llamados Paul, Frank y Rosemary– consignados en cada rollo con la edad exacta que tenían en el momento de la captura fotográfica, medida en días. Sí: por ejemplo, “Pauly 2776 Days old.”
“Fueron tomadas por un hombre mayor en East Chicago, Indiana, cuando fue despedido de la planta siderúrgica. No era un profesional. Es todo lo que sé” fue la información vertida por el vendedor. Por la cantidad de lotes disponibles en aquella subasta, se sabe que, entre fines de los 50 e inicios de los 60, utilizó más de mil rollos y diferentes cámaras, como puede deducirse de las cuidadosas anotaciones técnicas. ¿Por qué razón el hombre que tomó esas fotografías –a las que evidentemente valoraba, a juzgar por el meticuloso sistema de almacenamiento y clasificación– nunca las reveló? La obra artística de Jackie Parisier comienza en el momento en que se siente destinada a recibir en sus manos estas cápsulas de tiempo. Durante un año trabajó con los paquetes cerrados, sabiendo que “revelarlas” sería un acto irreversible, y por lo tanto una decisión ética y estética que no podía tomarse a la ligera. Con paciente curiosidad, prosiguió su pesquisa de este lado de la frontera, aguardando hasta el momento en que el cuerpo material de los envoltorios se agotara en su capacidad de dar pistas a la imaginación. (“Estética forense” se llama ahora a la labor de hacer hablar a testigos no humanos).
A partir de marzo de 2015, los rollos expuestos a la luz hacía más de 50 años, fueron revelados. Jackie investigó obsesivamente las técnicas adecuadas a aquellas antiguas cámaras, como el arqueólogo que precisa traducir con fidelidad una escritura del pasado. A través del cuarto oscuro, Paul, Frank y Rosemary cobraron cuerpo; pero –sobre todo– cobró cuerpo esa cápsula de tiempo vislumbrada por la artista, revelando que no se trataba de un dispositivo aséptico donde un pasado eficientemente congelado nos llegaba en línea recta hasta el presente, sino de un ente vivo. Las fulguraciones centelleantes que emergen en ciertas imágenes son obra del envoltorio metalizado, su lenta y secreta secreción a lo largo de las décadas. (Recuerdo, claro, la supervivencia de las luciérnagas de Didi Huberman). Lo que Jackie Parisier propone para la fotografía contemporánea es una autoría extraña en la que su hacer se suma al de un ignoto y singular autodidacta nacido en torno de 1920 y el obrar (¿inanimado?) de las cosas y del tiempo.
Nada más lejano del “apropiacionismo” posmoderno y los artistas que posproducen y resignifican imágenes encontradas en un presente perpetuo. Más cerca, en todo caso, de André Breton y Walter Benjamin, que asignaron a las máquinas ópticas la tarea de des-cubrir el potencial mágico que anida debajo de la epidermis de las cosas. Allí donde las cosas atesoran un futuro y donde es bueno envejecer, como esos paquetes rotulados que acumularon su edad para llegar a manos de la destinataria que los convertiría en un mensaje cifrado para las nuevas generaciones, que desconocerán la experiencia del tiempo que separaba el acto de tomar y de ver una fotografía.
Se ha revelado también el nuevo nacimiento de una artista que ya no volverá atrás de este descubrimiento.
En la galería Rolf Art, sede de Posadas 1583, PB “A”. Hasta el 6 de diciembre.
* Directora de la Casa Nacional del Bicentenario.