El gran caballero de la ciencia ficción británica Brian Aldiss, creador de mitologías del porvenir como escenarios de las mismas pasiones humanas de siempre y narrador excepcional por la versatilidad practicada en toda su obra, especialmente en las novelas A cabeza descalza o su trilogía Heliconia, murió el sábado pasado en Oxford, a los 92 años, un día después de su cumpleaños. “El escritor de ciencia ficción debe comprender el mundo en que vive. Los astros están lejos, el aquí y el ahora son la base de la imaginación; la buena ciencia ficción es una metáfora del presente. El futuro no existe, el escritor de ciencia ficción lo usa como un espejo colgado en la pared para mirarse a sí mismo y a su época”, decía Aldiss a comienzos de los años 90, cuando vaticinaba que la ciencia ficción cobraría cada vez más importancia por un motivo que podría resultar paradójico: explicar el pasado. “Pronto será difícil hacer entender a nuestros hijos, a la siguiente generación, lo que significó vivir en el hemisferio norte bajo la amenaza constante de extinción durante la guerra fría. Eso se podrá rescatar en la literatura y el cine de ciencia ficción mejor que en cualquier otro género”, planteaba el escritor británico.
Nacido en Norfolk el 18 de agosto de 1925, Aldiss fue enviado con su regimiento a luchar contra los japoneses en Birmania y Sumatra, cuando tenía 18 años. Por casualidad descubrió un libro que le cambiaría la vida cuando estaba a punto de reconquistar Birmania. “Había grandeza en aquella situación: la belleza del país, el intenso calor, el horror y la excitación de la victoria; todo eso nos intoxicaba. Yo quería que todo, todos los días, tuviera esa escala grandiosa. Las banales conversaciones que oía alrededor parecían fuera de lugar. Pero yo tenía para leer un libro que estaba sobradamente a la altura de las circunstancias. Mientras esperaba que me vacunaran contra la fiebre tifoidea, el tétanos y el cólera, encontré en un estante del centro médico Ultimos y primeros hombres de Olaf Stapledon. Ese libro visionario cuenta la historia de la humanidad a lo largo de los próximos dos mil millones de años, su evolución hasta que se traslada a Venus y a Neptuno. Mi espíritu estaba sediento de noticias como las que me daba Stapledon, y sobre todo de su conclusión: Es muy bueno haber sido hombre”, recordaba el escritor.
Al regresar a Inglaterra se instaló en Oxford y trabajó en una librería. En los ratos libres empezó a escribir una columna para The Bookseller, la publicación del gremio de libreros. Esos textos fueron publicados en forma de libro en The Brightfound Diaries. Pronto pudo dejar la librería y dedicarse a escribir a tiempo completo. “La escritura fue un milagro. En el momento de máxima lucha interior, cuando todo lo que me rodeaba era inaceptable, se me aceptaba como escritor. Era como si un árbol del que nada sabía hubiera echado raíces y florecido de la noche a la mañana”, comparaba Aldiss que integró junto con J.G. Ballard, Michael Moorcock y varios narradores estadounidenses la corriente renovadora de la ciencia ficción en lengua inglesa, denominada “Nueva Ola”. La nave estelar (1958), su primera novela, narra la historia de un grupo de seres humanos que viaja en una nave espacial desde tiempos inmemoriales. Invernáculo (1962), su segunda novela, muestra una Tierra en la que todo crece excesivamente, mientras que los seres humanos son poco más que parásitos microscópicos amenazados por todo tipo de peligros. En Barbagrís (1964) emerge el espanto de una Inglaterra poblada por viejos, en la que no nacen niños. A fines de los 60 editó una de sus novelas más experimentales: A cabeza descalza (1969), en la que retrata una Europa desquiciada luego de un ataque con drogas alucinógenas. Aldiss recibió comentarios rabiosos de lectores exasperados con el universo de la novela. Hasta le enviaron una carta, firmada nada menos que por Dios, en la que amenazaban con fulminarlo a su familia y a él.
Su obra maestra es la trilogía Heliconia –Primavera (1982), Verano (1983) e Invierno (1985)– sobre la vida en un planeta que gira alrededor de una estrella que a su vez forma parte de un complejo sistema binario. Autor de más de 300 cuentos, de las “ramas” de un ensayo podía desprenderse nuevas ficciones, como sucedió con la historia de la ciencia ficción que escribió, Billion Year Spree, aún no traducida al español, donde postula el Frankenstein de Mary Shelley como la novela fundadora del género. De esa especulación surgió dos novelas-homenaje a Shelley y a H.G. Wells: Frankenstein desencadenado (1973), filmada por Roger Corman; y La otra isla del doctor Moreau. En El árbol de saliva (1966), el cuento que da título al libro transcurre en la campiña inglesa, una noche que cae un extraño objeto del cielo que altera la vida y las costumbres de los habitantes. Quizá algunos lectores encontrarán ciertas resonancias con El color que cayó del cielo de H.P. Lovecraft o La guerra de los mundos de Wells. El relato “Los superjuguetes duran todo el verano” –del libro homónimo publicado en 1969– atrajo la atención del cineasta Stanley Kubrick, quien escribió el guión que filmó Steven Spielberg en 2001 con el título de Inteligencia artificial.
Más allá de su versatilidad un tanto anómala para el género, Aldiss fue nombrado miembro de la Royal Society of Literature en 1990 y declarado Gran Maestro de los Escritores de Ciencia Ficción y Fantasía de América en el año 2000. También recibió la Orden del Imperio británico en 2004, dos premios Hugo y un Nébula, los más preciados de la Ciencia Ficción, entre otros premios. “¿Por qué tanta gente detesta la ciencia ficción? –se preguntaba–. Para entenderlo tenemos que compararla con su competidora más cercana, la fantasía heroica, donde todo es muy estable y de repente aparece algo que quiere acabar con el mundo. La gente lo combate y finalmente vence y todo vuelve a ser como era antes. La ciencia ficción es muy diferente. En ella algo altera el estado del mundo. No necesariamente algo malo, sino algo bueno o neutral, como un accidente. Pase lo que pase en la novela, al final el mundo ha cambiado para siempre. Esa es la diferencia. ¡Y vaya diferencia!”