Veinticuatro años de historia, 19 discos entre registros de estudio y en vivo, incontables shows, una formación mutante que buscó extender sus fronteras sonoras y estilísticas. No caben dudas de que puede hablarse de Pez como una de las bandas más laburadoras de la escena argentina, siempre desde la gestión independiente, siempre siguiendo la brújula de su instinto. Y aquí están de nuevo: salvo raras excepciones, cada año hay una cita de honor en las bateas con la banda que encabeza el guitarrista y cantante Ariel Sanzo, que tiene una base monolítica en el bajista Fósforo García y el baterista Franco Salvador y que desde el año pasado suma a Juan Ravioli en perfectas pinceladas de piano, Hammond y sintetizadores. Y como a sus virtudes musicales el cuarteto agrega una cabal conciencia del contexto en que se dedica a crear, lo que sale de los parlantes renueva el encantamiento: “Es difícil, se hace duro, pero impera darle pelea al horror”.
Pelea al horror, entonces, es una nueva muestra de esa paleta-Pez que tanto puede abrevar en el rock valvular y encendido de la canción que titula al disco, como en delicadas canciones del estilo de “La balada del niño mudo, el perro blanco y la senorita Bettie”. Más allá de un reconocible ADN que remite a discos de vinilo de glorias locales y extranjeras gastados hasta el cansancio, el grupo resiste a la catalogación fácil. Pez suena a Pez: su ética de trabajo les ha hecho forjar una identidad reconocible de inmediato, pero nunca estancada. Algunos repiten fórmulas. Pez se autocultiva.
De autocultivo, ya que sale el término, trata también una de las canciones de Pelea al horror, un álbum que no tiene ni un segundo de más. “Parte de la solución” tiene una gancherísima y graciosa frase inicial (“Al paraguayo rico hace años no lo veo / Dicen que está en Brasil y acá llega sólo el feo”) pero también una postura ideológica, la de “planta la planta que corta el circuito del mal”. Es uno de diez grandes momentos del disco, desde la contracturada “Intro horrible” del comienzo a “La paciencia de la piedra”, hipnótica zapada que cierra el viaje. En el medio el grupo, que en el nuevo siglo ha sacado producciones tan valiosas como Nueva era viejas mañas, El manto eléctrico y Rock nacional, está a la altura de sí mismo. Lo prolífico no lava sus intenciones ni sus resultados, como queda claro cuando se enciende la sangre con “Los días poderosos” (“Vení, acercate que esto es la vida, simple y compleja a la vez / Y puede fallar / Una vez te vi caer de rodillas y volverte a levantar”). O en la pintura a puro wah wah de un desclasado callejero en “Maestro linya” y la urgencia de “Carne roja”, donde se deja constancia de que el presente puede ser negro pero no vale bajar los brazos: “Pero al no haber destino voy camino hacia el mañana y sí, haré que valga para mí”. En el medio, uno de esos retratos generacionales que condensan en la mirada del grupo la vida de muchos: los clase sesentaipico que no se emocionen con “1986” será porque andaban por otros rumbos. Y de todos modos es probable que no escuchen a Pez.
A Pez hay que escucharlo. A Pez hay que ir a verlo, porque en vivo llevan la experiencia de estudios a un show demoledor. A Pez se lo quiere por esa ética de acción que significa un cuerpo artístico que impacta por prepotencia de trabajo. A Pez, además, da gusto acompañarlo en esta pelea al horror cotidiano de la Argentina actual.