Si para Salvatore Sciarrino la palabra “madrigal” evoca, más que al estilo de las canciones de fines del siglo XVI, la posibilidad de teatralidad de cada sílaba –y de cada sonido–, lo nocturno, más que un género –a la manera de Chopin–, es lo que está en las sombras, lo que apenas se insinúa, lo que está en el límite de la percepción. Y aquello donde habita la posibilidad de lo inesperado y, desde ya, lo terrorífico. La obra de Sciarrino, que comenzó a conocerse en la Argentina hace relativamente muy poco, es una de las más intensamente reflexivas de los últimos tiempos. Una de las pocas, en todo caso, a las que la palabra “poética” le sienta sin que parezca un lugar común.
En particular su obra para piano, cuyo núcleo central son precisamente los Nocturnos, junto con cinco Sonatas y una pieza brevísima titulada “Polveri laterali”, pone en escena de manera ejemplar esa característica elusiva, misteriosa, al fin y al cabo, como la misma noche. Y hoy, dentro del ciclo Colón Contemporáneo, muchas de estas composiciones podrán escucharse por primera vez en Buenos Aires. A las 20 y en el Teatro Colón, el notable pianista inglés Nicolas Hodges interpretará sus Sonatas, alternándolas con otras de Domenico Scarlatti, y los Due notturni crudelli, que Sciarrino –nacido en 1947– escribió en 2001, dedicados especialmente a Hodges que, además, fue quien grabó estas obras en disco. El pianista, que el año pasado llegó a esta ciudad para presentarse en el Centro de Experimentación del Teatro Colón –solo y junto con el cellista Anssi Karttunen, y como parte de un espectáculo escénico musical—, es uno de los grandes especialistas en la interpretación de música actual y ha estrenado los conciertos de autores como Elliot Carter, el suizo Beat Furrer y Thomas Adès. Otros que compusieron especialmente para él fueron Georges Aperghis, Harrison Birtwistle, Pascal Dusapin, Luca Francesconi, Isabel Mundry, Wolfgang Rihm, y Rebecca Saunders. Y su discografía incluye versiones de referencia de obras de George Benjamin, Michael Finnissy, Brian Ferneyhough y Peter Ablinger.
“No me recuerdo sin el piano”, dice Hodges. “Dado que mis padres eran músicos, posiblemente era una actividad obvia para mí. Pero nunca pensé la música como una carrera en sí misma aun cuando, muy tempranamente, la música ocupaba toda mi vida”. El pianista reconoce que han sido muchos quienes lo influyeron –“empezando por mis maestros, Sulamita Aronovsky y Susan Bradshaw”– y siente un especial agradecimiento hacia David Tudor: “él me ayudó generosamente cuando tendría unos 20 años, mientras preparaba un proyecto alrededor de la obra de John Cage”. El otro a quien nombra es Maurizio Pollini: “Su trabajo me influyó de muchas maneras desde una temprana edad y, también, cuando en años recientes lo conocí personalmente. El me invitó a compartir un concierto en la última temporada de la Suntory Hall, lo que significó un gran placer. Yo toqué una obra de Giacomo Manzoni en la primera mitad y él sonatas de Beethoven en la segunda”·
Para Hodges, por otra parte, la idea del desafío es consustancial con el hecho de hacer música. “Cada concierto, cada confrontación con obra, es desafiante. Y la vida cotidiana también es un desafío. Lo es, también, pero en el mejor sentido, compartir el trabajo con grandes autores. Y eso, es obvio, sólo puede pasar con la música contemporánea. Disfruto trabajar con la obra de Debussy o Beethoven, pero la oportunidad de hacerlo con Harrison Birtwistle , por ejemplo, es única. Mucho se hace claro en el encuentro personal y en las discusiones cara a cara. Al mismo tiempo, uno entiende los espacios de libertad que tiene la interpretación de una manera mucho más precisa”.