Todo fenómeno, sabían decir los teóricos marxistas, lleva implícita su propia negación. En 1930, en la Alemania de la República de Weimar, Bertold Brecht escribió una obra con fines didácticos en la que el protagonista al final acepta sin ningún cuestionamiento el destino que le reservaba la tradición. La historia es sencilla y el relato es lineal: un niño insiste en participar, junto con su maestro y otros compañeros, del viaje para conseguir remedios para su madre. Durante la travesía el niño se enferma y según la tradición, le corresponde el sacrificio para no forzar el regreso del grupo antes de conseguir el objetivo. 

El que dice sí, se llamó la pieza, un aséptico ejercicio moral, basado en una versión en inglés traducida al alemán de Taniko, una pieza de teatro Noh, antigua forma de drama musical japonés. Con música de Kurt Weill, la breve schuloper se representó numerosas veces, por niños para niños. Más tarde, Brecht revisó el texto y cambió el final. El sí de protagonista se transformó en un no. Desde entonces, El que dice no –que quedó sin música–, convive con El que dice sí.

Entre el viernes y el domingo, la Ópera de Cámara de Teatro Colón presentó en el Teatro Coliseo una lograda versión del díptico brechtiano, con la participación del Coro de Niños de Teatro Colón, que dirige César Bustamente, y puesta en escena de Violeta Zamudio y Nahuel Di Pierro. Natalia Salinas dirigió la música de Weill y Martín Matalón compuso, y dirigió la música de la revisión que desembocó en el no.

Sin suspenso –desde el título se sabe cómo irán las cosas–, la oposición se amplificó en casi todos los aspectos de la puesta. Dialéctica, pura y dura. En la primera parte la escena mantuvo las coordenadas tradicionales. La gama de grises azules que dominaban iluminación y el vestuario acotaban el espacio. Entre los movimientos del coro y de los solistas bastaron elementos mínimos –una puerta, una máscara, una escalera– para conducir la trama. 

La música de Weill se parece mucho a la historia que cuenta: estructuras compactas, sin polifonía ni solos instrumentales, armonía sin sorpresas ni dramaturgia y melodías al servicio del texto. Al frente del ensamble instrumental, Natalia Salinas supo sacar provecho de tanto orden y con sensibilidad notable sirvió el buen trabajo de los solistas. El joven Adam D’Onofrio, como el niño, resultó fluido en lo escénico y supo hacer rendir la candidez de su timbre blanco, secundado por las voces bien torneadas y siempre eficientes de Víctor Torres, como el maestro, y Adriana Mastrangelo, como la madre.

En la segunda parte, el niño sacrificado en la primera regresa, ahora interpretado por Guadalupe Fustinoni, para abordar la misma travesía que lo conducirá a otra parte. Entre la ensoñación y la pesadilla, los vestuarios de Endi Ruiz y la iluminación de Ariel Conde impactan con ráfagas de colores sobre las formas más o menos monstruosas de los personajes. 

Sobre el mismo texto de Brecht y el mismo ensamble instrumental de Weill – cuerdas, dos pianos, acordeón, saxo, guitarra, clarinete y flauta–, la música de Matalón, salvo algunos gestos melódicos, no tiene contacto alguno con la primera parte. Compuesta casi cien años después que de la Weill, la partitura de Matalón propone un riquísimo despliegue polifónico, que va despedazando el texto. El sentido didáctico de la austeridad de Weill se transforma, como todo en la escena. Queda la certeza del título que conduce al no, celebrado como una conquista, con gran despliegue escénico. 

Una afirmación de la negación, que más que la novedad de las respuestas parece cuestionar la inmovilidad de las preguntas. Brecht y su negación, puro Brecht.