Pagué poca plata por el revólver. El tipo que me lo vendió iba de pasada por el pueblo, no me informó hacia dónde. Se detuvo delante del portón del taller y miró un rato largo hacia adentro. Tenía cara de presidiario. Yo me malicié lo peor. Y lo más probable es que mi presentimiento no haya estado muy errado. Pero, vaya uno a saber por qué, el tipo se arrepintió. Cuando levanté los ojos del motor que reparaba para mirarlo, algo como un apagón le agrisó la cara; dio un paso atrás y encendió el cigarrillo que sostenía entre los labios.

Buenas, le dije, limpiándome la grasa de las manos con un trapo. Buenas, me respondió. Le dio una pitada profunda al cigarrillo y soltó el humo hacia arriba. ¿Se le quedó el auto en la ruta?, le pregunté, porque todos los forasteros que aparecen por el taller es fija caen por esa razón. Llevaba la ropa y los zapatos cubiertos de polvo, lo cual indicaba que había caminado y mucho. Pero no necesitaba un mecánico, y en parte eso era mejor, porque aquél día tenía bastante trabajo atrasado y los que lo vienen a buscar a uno desde la ruta quieren que las cosas se solucionen de un minuto a otro, como si uno fuera algo así como un Jesús de los fierros capaz de resucitar motores con sólo mirarlos y pronunciar cuatro palabras.

El tipo lo que necesitaba era plata.

Ando de pasada y necesito reunir unos pesos, me dijo, ¿no sabe a quién podría interesarle comprar un revolver? Está en muy buen estado y tengo algunas balas también. ¿Y tiene papeles? Le pregunté, mirando atentamente los movimientos que hacía con las manos. No, amigo, no tengo los papeles, pero está limpio; lo vendo por muy poca plata. ¿Cuánto pide?, le pregunté. Sesenta mil pesos, se lo doy con la carga completa. ¿Puedo verlo? Claro, me respondió. Lo llevaba a la espalda, en la cintura. Era un colt antiguo, pero reluciente, muy bien cuidado; parecía como si nunca hubiera sido disparado. El tipo observó que la examinaba con atención, que desmontaba el cilindro y miraba el interior del cañón; el revólver estaba cargado; con el seguro puesto, pero listo para ser usado. Parece que sabe, me dijo. Lo miré de reojo. El tipo sonrió con algo de malicia. Hice unas breves cuentas mentales, como para convencerme matemáticamente sobre una decisión que ya estaba tomada. Se la compro yo, le dije, y le di lo que pedía; hubiera sido al cuete regatear un precio tan bajo. El tipo agarró la plata, me dio los buenos días y salió. Desde la calle me preguntó si sabía dónde acostumbraban repostar los camioneros que iban hacia el norte. Le indiqué cómo llegar a la parrilla de mi amigo Javier. Ahí suelen juntarse los que llevan las cosechas al puerto, le dije. Gracias, me respondió, y tenga cuidado con el revólver, porque a las armas las carga el diablo. Y las descargan los boludos, pensé; y no quise, pero me sentí un poco boludo.

Que estuviera limpio o no, era lo de menos; lo pasado pisado, como quien dice; y si lo mantenía bien oculto, sea cual fuere la historia que arrastraba ese revólver, nadie tenía por qué llegar hasta él. Era un lindo fierro. Al principio me conformaba con saber que lo tenía, pero después me dio por alardear entre los vagos que se acercaban a tomarme los mates y comerme las facturas en horas de más trabajo. Nunca faltan estos tipos, ¿sabe? En ningún taller. Me acuerdo en lo de don Omar, cuando yo era un aprendiz, de la caterva de atorrantes que se juntaba alrededor de la fosa para perder el tiempo hablando de las mismas pavadas de siempre mientras el viejo se deslomaba tratando de revivir algún V8. Y conmigo pasa otro tanto. Pero con el tiempo comprendí por qué el viejo no los echaba y por qué yo mismo necesito de esos vagos alrededor: para poder fingir que mientras se trabaja se está vivo. No importa que vengan con la misma historia siempre, si la vida es una reiteración constante. Para todo orden de la vida, uno va repitiendo los pasos que mejor sabe. Incluso repite los que jamás le dieron un buen resultado, pero son los que uno conoce e insistirá tantas veces como dura sea la cabeza que se porta. Uno vive cada mañana después de cada noche; exhala el aire después de haberlo inhalado; y así con cada cosa, una tras otra, en el orden que se conoce y que ni siquiera se piensa. También la elección de las mujeres está ligada a esta lógica. A mí me gustan las morochas y los vagos que vienen al taller sirven precisamente para eso, para poder decirles que me considero un experto en morochas; lo mismo dicen ellos de sí mismos. Pero este es un pueblo chico y tarde o temprano se sabe todo de todos. Por eso cuando me casé con la Julia colgué la escopeta y dejé la cacería atrás. Alguna vez le habré hecho un feo, pero bien lejos de casa y me lo tuve que callar. La Julia también me era fiel, si no lo hubiera sido me habría enterado por la maledicencia de las matronas.

Ya que no podía alardear mujeres, me largué a hacerlo con mi chiche nuevo sabiendo que no iban a pasar dos días hasta que la Julia se enterara y empezara con la cantinela de siempre cuando no le gustaba algo: que por qué por qué por qué. Y así como le digo, cuando le llegó la noticia se me vino al humo y arrancó con el por qué había comprado un arma sin decirle nada, que por qué siempre tenía que enterarse por otros de las macanas que yo me mandaba, que por qué no le había dicho nada, que por qué por qué por qué por qué por qué por qué, y más vale que me deshiciera del revólver o ella se iba a ir de la casa, que por qué la agredía de ese modo, si parecía que estaba buscando echarla, sabiendo que ella le tenía terror a las armas, que por qué la había comprado, que por qué no le había dicho nada, y la voz se le iba poniendo cada vez más aguda y una lágrima de la bronca que autoalimentaba le estaba asomando por los ojos y que por qué era tan injusto con ella, que por qué mejor no le pegaba un tiro si lo que quería era sacármela de encima y más vale que sacara el arma urgente de nuestras vidas o la que se iba a ir era ella, que por qué por qué por qué por qué por qué no le pegaba mejor un tiro y la mataba…

(El mecánico empieza a llorar).

Yo soy una buena persona, un buen vecino, pregúntele a cualquiera. Yo la quería a la Julia, cómo la iba a lastimar. Nunca pretendí matarla, solamente quería que se callara.