Murió Federico Delgado. 54 años, ¡tan pronto! El aviso fue una guadaña de luz negra, que segó hasta la raíz de los lamentos. Estalló de pronto, ensordecedora y enmudecida. Durará como dolor, estupefacto, enajenado, una espina de ónix, una empuñadura de cuarzo, parda, con franjas tornasoladas.
Nos veíamos muy poco. Sólo solíamos escribirnos. Cuando a él le gustaba algo o viceversa, cuando al que le gustaba algo era a mí. O sea, flotábamos sobre un mar de palabras. Elegidas con obsesión, con rigor, un exterior helado con la médula ardiendo. Ahora comienza el ejercicio de aprenderlas de memoria.
La muerte no usa la cuchilla de corte de precisión. Da su hachazo persiguiendo el fin más que los medios. Se desinteresa de nuestros planes: escribir juntos, documentar un recuerdo, interpretar en dúo, a cuatro manos, la partitura en la que se cantan las formas huidizas de la justicia, ¡tan transitorias! Es que, está a la vista: todo es transitorio.
Después de haber segado, la muerte se lleva al que vino a buscar, y no deja otra cosa que rastrojos. Muñones de encuentros, órganos extirpados como en un quirófano de guerra, jirones de compasión, cañas secas aplastadas, malezas del descuido. Nosotros, los que conocimos a Federico, los que lo admiramos, quedamos atrás. La ilusión de celeridad de una foto vieja, en la que un piloto de competición mira los metros inmediatos. Porque ya no habrá más metros que esos.
¿Cuándo habrá sido la primera ocasión en la que su voluntad se despegó del trajín, dejándolo como una piel con los pólipos rapados? Así comienzan las enfermedades, sin que lo advirtamos. Un desapego esquivo del propósito de hacer hasta el fin lo que estamos haciendo. ¡Cómo me duele no haberlo advertido! ¡No haberlo alertado! Federico –valiente, tenaz, brioso– tenía, al mismo tiempo, un augurio de sensibilidad exasperante.
Esa aptitud de crepúsculo invernal, ese túnel con el cielo incoloro por el que transitaba a veces, también es un llamado a enfermarse. Alguna vez leí: “¡ay de los jóvenes que piensan y de los viejos que sienten!”. Él era ambas cosas a la vez, y pensaba y sentía en demasía.
Federico Delgado, alma alada de mimbre, benevolente bajo el paroxismo del sol, 54 años, abogado y licenciado en Ciencias Políticas. ¡Qué temprano que te fuiste, qué enojoso, cuánto dolor! Por añadidura, como si sobraran los fiscales como él.