“No hay un cuerpo estilizado para el mimo, cualquier cuerpo puede hacer mimo”, dice Georgina Martignoni, la maestra de mimo argentina, “la mima”, como ella misma se nombra mientras reafirma la importancia de las mujeres en el desarrollo del mimo latinoamericano.
En un escenario, en la calle, en las plazas, sobre el cemento, sobre el pasto, sobre la arena, en comedores y hospitales, en el lugar que se haya elegido, el juego que corta el canal de la palabra juega con el ruido de la acción y el susurro de las alegorías espirituales respira sorpresa.
Un cuerpo móvil, un cuerpo quieto, imitan dones de la esfera de la luna, fuente de cambios y transformaciones, y se meten en los mundos reales y en los otros. En ese teatro físico callejero, el de las estatuas vivientes y los mimos con la cara pintada de blanco y los labios rojos muy rojos, el anonimato no siempre es parte del catálogo, a veces ese anonimato se rompe y el mimo de la plaza o la estatua viva de la vereda pasa a ser parte de la comunidad y tiene nombre propio.
Eso pasó con Lucía Montero, la mujer mimo más popular de Bilbao, la artista de la esquina de la Gran Vía y Alameda Mazarredo con actuada nostalgia y una flor en la mano. Lucía murió en octubre de 2022 después de estar unos días internada en el hospital. En su ausencia, la comunidad que la veía todos los días tomó la calle, se convirtió en un elenco de mimos y le rindió homenaje.
Hubo poemas de Blas de Otero: “Palabras para ti. No las pronuncies. / Cierra/ los labios. / Como cierras el puño, abriendo el aire.”, caras pintadas de blanco, guantes y un vestuario acorde con rosas rojas incluidas. ¿Era de Extremadura y de verdad nació en Zafra, en la provincia de Badajoz? ¿era de Barcelona? ¿era argentina? ¿Dónde nació Lucía? ¿Cuándo? ¿Quién era antes de ser la mimo triste bilbaína con biografía incompleta?
No hay pasado certero antes del maquillaje níveo y ojos desconsolados, apenas una historia de rastros entre autómatas venecianos y performances madrileñas junto a su compañero (Manuel, un guitarrista) y funciones en las ramblas de Barcelona, ciudad a la que llegaron en un vagón de segunda clase. Después de unas temporadas catalanas y otras varias en diferentes ciudades españolas se fueron a probar suerte a París, cuando volvieron a la patria ibérica se instalaron en Bilbao donde Lucía formó parte de una compañía de teatro hasta que descubrió que su escenario favorito -lo fue durante más de veinte años- estaba en una de las esquinas de la Gran Vía.
Vivía en una pensión en el Casco Viejo de la que salía todos los días sin importar berrinches climáticos para actuar en silencio a espaldas de un edificio bancario en la vereda que se convirtió en altar cuando se conoció la noticia de su muerte. El mimo es inherente al ser humano desde el comienzo de todos los comienzos cuando se dialogaba con gestos y se bailaba con la naturaleza, repiten los amantes de estas fiestas rítmicas de insospechadas reverencias en cámara lenta mientras combaten la coulrofobia (fobia o miedo irracional a los payasos y a los mimos) y mecen el cuerpo para crear la música de un movimiento. Alguien, ahora, en alguna baldosa ancha está fundando su teatro.