Unos días antes, la Policía de la ciudad de Buenos Aires reprimió en los alrededores de Juncal y Uruguay, donde vivía CFK. Ella salió, unas horas después, y habló ante una muchedumbre reunida. En un chat de amigas, apareció el miedo: es un blanco fácil, desde cualquier balcón o ventana se la puede atacar. No fue así. El ataque fue a ras del suelo, en un cuerpo a cuerpo insólito pero que no debía ser difícil de prever. La bala no salió y sin embargo dio en el blanco: porque si no corrió la sangre que esa bala buscaba sí dio en el corazón de una movilización popular, nos aquietó o nos reveló una dimensión de impotencia en nuestra propia acción. Es cierto que nos movilizamos para repudiar y que las calles de la ciudad temblaron entre el alivio de que no hubiera sucedido lo peor y la sensación de que no estábamos en condiciones de evitarlo. Sólo el azar nos había salvado, no la organización. Un milímetro de azar.
Mucho se jugaba en lo que se hiciera después, y mucho se dispendió. La investigación en manos de la corruptela judicial, el acotamiento a quienes aparecían como responsables directos, la no evaluación de la línea política que llevaba, probablemente, a un sector de disputa institucional con casamatas ocultas y prácticas mafistizadas. Apenas se supo, para taparlo rápido, de inversiones inexplicables de un empresario y político macrista. No se investigó lo suficiente y en esa no investigación de algún modo se profundizó la devaluación de la democracia. El relato que se expandió convirtió el hecho en una cuestión policial y a sus agentes en un par de loquitos que se tomaron demasiado literalmente los discursos de odio. Cuando no, la destitución de la realidad de los acontecimientos para considerarlos una farsa o puesta en escena. La falta de investigación judicial fue correlativa a la debilidad de la voluntad política de sostenerla. Quedó sólo en manos de la víctima la necesidad de mantener el proceso judicial abierto y vivo.
Ese acontecimiento y la debilidad de la respuesta están en la antesala del crecimiento amenazante de la ultraderecha en las elecciones. Porque no deja de vincularse a una suerte de relativización de la relevancia de los ataques misóginos a Cristina pero no solo a ella. Cuando crece la ultraderecha no dejamos de escuchar que en parte se debe a la agenda feminista, y quienes lo dicen corren a meter bajo la alfombra nuestras demandas y discursos para que no sigan alimentando monstruos. Sin embargo, dejan inadvertido que si el voto al mileísmo crece mucho más entre jóvenes varones que entre mujeres, es posible que eso se deba a la huella de la experiencia feminista en esas pibas.
Son tiempos de revancha. Sobre Cristina se arrojaron de modo sacrificial. Pero lo hicieron para advertir y amenazar por doquier. Poner en juego la idea de aniquilación, que estaba circulando como palabra. Cuando la imagen, repetida al infinito, de esa mano que alza un arma, se impregna en nuestras retinas, todxs somos Cristina. Estamos bajo amenaza. Que siempre es la de la reanudación de las tareas inconclusas del terrorismo de Estado. Ella, de hecho, se reconoce como parte de una “generación diezmada”, así como Néstor se pensaba “hijo de las madres y abuelas de Plaza de Mayo”. Cuando el arma se levanta, en la mira hay alguien que sobrevivió. También quienes nos reconocemos parte, afectiva y políticamente, de esa trama. En las urnas se vota qué hacer con ese palimpsesto que es nuestro pasado, qué hacer con los crímenes, qué hacer con nuestras memorias militantes, qué hacer, también, con ese crimen tan reciente y con la justicia aún pendiente.