Estertor es la segunda película del dúo integrado por Basovih Marinaro y Sofía Jallinsky, jóvenes realizadores argentinos que hicieron un ruidoso desembarco en el Festival de Gijón el año pasado, al ganar el Premio a la Distribución en la Sección Oficial Competición Retueyos. No era la primera vez que conquistaban Gijón, ya lo hicieron en 2021 con su ópera prima Palestra, entonces llevándose a casa el Premio Fipresci. Premiaciones y competencias pueden parecer instancias oficiales y algo solemnes pero las dos propuestas de Marinaro y Jallinsky sortean toda la seriedad de lo ceremonial y le imprimen un rabioso humor negro a los temas más sensibles. En Palestra, el disparador fue una sesión de depilación hogareña en la que un fotógrafo intenta retratar la dinámica entre tres amigas dispuestas a la dolorosa tarea; en Estertor, cuatro empleados cuidan a un ex represor enfermo y condenado a prisión domiciliaria. En cada caso lo cotidiano revela lo siniestro y el humor emerge con agrio pulso de incomodidad. Tras las risas, las mueca inevitable de la perplejidad.
No es casual este romance con Gijón y la escena española. De allí viene el esperpento como enclave incorrectísimo del humor para abordar tanto lo trágico como lo banal. Sin embargo, el esperpento de Marinaro y Jallinsky no es gritón ni insistente en lo grotesco, sino que apenas una tensa línea divide sus mundos reales del abismo del horror que guardan como un as en la manga. Sus referencias son Todd Solondz, Yorgos Lanthimos, el estilo de dirección actoral de John Cassavetes, sus rodajes austeros, el concepto de película de cámara, los ensayos teatrales como punto de partida. En esa lógica, sus dos largometrajes despegan del ancla dominante en el cine argentino, a menudo escindido entre la financiación del INCAA y las plataformas, por un lado, y la producción autogestiva, por el otro. Alejados del modelo más ambicioso de El Pampero, los directores de Estertor pueden sumarse a la brecha abierta por Lucía Seles: películas pequeñas, filmadas entre amigos, inteligentes y austeras, presentadas en festivales y luego abiertas a un diálogo con el público en salas que trascienden la vocación comercial.
En esa sintonía, Estertor se estrenó el pasado jueves en la sala Lugones del Complejo Teatral San Martín y su celebración no solo cuenta con la premiación de Gijón, algunas críticas lúcidas como la del australiano Adrian Martin, sino también el hecho de posicionarse como el revés de otras historias sobre la memoria y la venganza. Incluso para los españoles que celebraron Argentina 1985 de Santiago Mitre como una obra catártica sobre la gesta democrática del juicio a las Juntas, didáctica para nuevas generaciones sobre los procesos de memoria, verdad y justicia, Estertor asoma como un esperpéntico corolario, un exabrupto iconoclasta que exuda un aire nuevo para la ficción argentina, sin el mandato de encarnar discusiones pendientes sino con la impronta de un juego posible y algo perverso. Puede recordar a la famosa última cena de Viridiana de Buñuel, o evocar la lógica carcelaria de Canino de Lanthimos, pero asume una identidad propia, con un humor inesperado y lacerante que no hace fácil la liberación.
Una nueva empleada llega al departamento en el que un ex represor cumple prisión domiciliaria. Enfermo de Alzheimer, los crímenes del pasado parecen perdidos en su memoria pero no en la de sus vecinos de edificio que periódicamente los recuerdan al canto de "¡Asesino!, ¡Asesino!". Embarazada de muchos meses y enviada por dictamen del juzgado, la recién llegada debe compartir las tareas de cuidado del recluso con dos enfermeros y una supervisora, todos habitantes de ese mismo sitio de confinamiento. A través de los ojos de la "nueva" descubrimos con su mismo desconcierto que el cuidado consiste en vejaciones sistemáticas, juegos perversos, crueldades insidiosas como ponerle una peluca y pintarle las uñas al detenido o cobrar dinero por permitirle a sus víctimas un rato a solas con él. No por convicción política o posición moral sino por un letal aburrimiento. Lentamente la dinámica del lugar envuelve a la nueva asistente en un espiral de desidia y amoralidad que no evita un clima de tensión permanente entre los convivientes, atisbos de un humor negrísimo y escatológico que roza el horror más absoluto.
El punto de vista de la "nueva", signado por esa cándida inocencia que empuja su credulidad hasta convertirla en el blanco de las burlas, es el que sienta el tono y permite a los directores manejar con tanta solvencia el clima opresivo en el que ella y nosotros, los espectadores, nos sumergimos. Algo que ya habían experimentado en Palestra con las charlas durante la depilación, sin ningún tipo de filtro social, que convertían los planos detalles de la genitalidad de las depiladas en el eco del tabú que invadía el discurso. Hablar y mostrar lo inaceptable. Y en el caso de Estertor se torna aún más incómodo debido al universo que gravita tras el personaje del represor, al "olvido" de sus crímenes por la enfermedad, y a las diversas formas de una venganza que revela la frontera con lo banal. A diferencia de la puesta buñueliana en sus obras más esperpénticas, la estética de los directores bonaerenses se amalgama con una realidad palpable, un mundo conocido que no necesita pliegues ni oscuridades evidentes para mostrar lo peor de lo humano.
"Un emocionante espectáculo sobre el mal comportamiento" señaló con euforia en su crítica Adrian Martin, consciente de la tradición bastarda que recoge Estertor. El riesgo de la sanción por incomprensión o de la etiqueta de "mal gusto" ha perseguido a aquellas obras que se corren de la previsión de "normalidad". Y Estertor sacude esos contornos habituales del cine argentino, expone una crítica sin concesiones y sin falsas moralinas sobre la cultura política del presente, mientras explora un humor latente en nuestra sociedad a menudo difícil de trasladar al arte. Esa tentación que corroe a los personajes bajo la forma de venganza cotidiana, alimentada por el aburrimiento y la precariedad laboral, por una conciencia lánguida y abismada sobre un peligro que no se reconoce como tal, es la que filman con el mayor rigor Marinaro y Jallinsky. Y su reflexión apunta también a un retrato de una actualidad tan urgente como esas voces despolitizadas que bailan al son de un alarido de justicia apenas reconocido como melodía de fondo. Una melodía extasiada que esconde la más oscura de las premoniciones.