Este brevísimo libro de la Premio Nóbel Annie Ernaux podría leerse como un documental en primera persona sobre una pasión sexual furtiva, descripta desde el punto de vista de la mujer con una sinceridad y apertura apabullantes. No es una narración sino una descripción detallada de los sentimientos de la narradora respecto del hombre casado con quien mantiene un lazo intermitente, prohibido, difícil. Hasta la mitad por lo menos, se cuenta una situación detenida, sin cambios. Después, la relación termina bruscamente y entonces, la mujer empieza a abrirse despacio a las noticias del mundo, al recuerdo y, claro está, a la nostalgia. Ella analiza todo, desde sus sentimientos (minuciosamente detallados) hasta las reacciones de su cuerpo, pasando por la forma en que transcurre el tiempo (sobre el que reflexiona muchas veces) y la manera en que pesa el espacio sobre los recuerdos.
Como corresponde a un libro posterior a la segunda mitad del siglo xx, Ernaux también explica lo que hace. Su voz narradora se pregunta para qué y para quién escribe, en espera de qué reacciones y con qué recursos. Pura pasión (la traducción es excelente pero en cuanto al título, habría sido mejor otro adjetivo ya que la idea de “lo puro” no existe en el original) es el retrato de un período de enamoramiento. Y en ese género literario sui generis (que tal vez tiene mucho de ensayo), la autora agrega sorprendentes notas al pie. En una, por ejemplo, cuenta la crítica de unos jóvenes a los amores de la madre divorciada. “Los amantes de mi madre solo han servido para hacerla soñar”, dice uno de ellos. Y ella, asombrada, se pregunta qué “mejor servicio podían prestarle” y se coloca así del lugar de la madre. En otra, completamente distinta, explica su uso de los tiempos verbales para tratar expresar correctamente lo que le está pasando.
Al comienzo, hay un texto breve que oficia de prólogo en el que se destaca la importancia del cuerpo y se describe la relación directa que hay entre pasión sexual y escritura, relación que tal vez sea el centro de todo lo que sigue. En ese texto, ella ve por primera vez en su vida una relación sexual en una película pornográfica (el contacto con lo “porno” es otro síntoma del final de sus amores), la narradora afirma: “Me ha parecido que la escritura debería tender a eso, a esta impresión que provoca la escena del acto sexual, a esta angustia y este estupor, a una suspensión del juicio moral”. Ernaux consigue producir ese estupor, esa angustia en los lectores y lo hace renegando de las oposiciones binarias del pensamiento occidental. Por eso, la pasión que describe es, sobre todo, mental; por eso, hay obsesión y hay examen crítico.
Bajo el influjo del deseo, la vida se divide en dos momentos que se repiten constantemente: “la presencia” del hombre y su ausencia: “No estoy retratando una relación, no estoy contando una historia con una cronología precisa. Para mí no había cronología, solamente presencia y ausencia”, dice. Lo extraordinario de Pura pasión es que lo que describe el “yo” con tanta racionalidad es un período de sentimientos desatados alrededor de una idea fija. Nada es una sola cosa. Por ejemplo, cuando el hombre viene a verla, es decir, cuando todo debiera ser alegría, ella vive “el placer como un dolor futuro” porque sabe que él se irá pronto. Y la espera, que debería ser solo angustia, también es placer: ella se dedica a esperar, lo disfruta.
La parte irracional de la pasión tiene síntomas muy evidentes. Ella hace pactos con entidades imaginarias: promete donar dinero a entidades de beneficencia si él la llama; piensa en hacerse leer las cartas y después no se atreve; se pone la misma ropa que llevaba en un buen momento como si eso implicara necesariamente una llamada de él o un encuentro en la calle. Y mientras lo hace, explica por escrito su asombro, su alegría, su desesperación.
Las razones para escribir lo que le pasa son igualmente complejas, como todo en Ernaux. La escritura es un “recurso para defenderse de la pena”, sí, pero también, una manera de fijar la pasión para pensar esto “fuera del tiempo, listo para ser leído”. Así, en estas reflexiones sobre el oficio de escribir, esparcidas por todo el libro, la voz narradora define la pasión y la escritura al mismo tiempo. Y hasta reflexiona sobre el cambio que se produce cuando pasa las palabras de las notas a mano a la máquina, del texto privado a la idea de una publicación, con lo cual, roza el tema de quien escribe para comunicarse con otros, desnudarse frente a otros, como se hace en la autobiografía: “Me pregunto si no escribo para saber si los demás no han experimentado cosas idénticas o, al contrario, para que les parezca normal experimentarlas”. Escribir, pareciera, es buscar una humanidad común en la comprensión del presente y el pasado. Al final, Ernaux quiere hablar de ese amor, ese pasado amoroso que ahora le es inalcanzable, aunque vuelva a los lugares en los que estuvieron los dos juntos y examine con mucho cuidado lo que le producen.
Como se ve, el examen abarca el tiempo y también el espacio y los convierte en una sola cosa. Cuando la realidad del mundo vuelve a tocar a la narradora porque la relación está terminada, ella entiende que la pasión le permitió medir el tiempo con “todo el cuerpo” y que la “ha ligado más al mundo”. Lo que dice es ciertamente contradictorio porque, mientras el amor estuvo en ella, lo ocupaba todo. Pero la contradicción solo existe en un pensamiento básico y eso es lo último que puede decirse de Ernaux y de este libro. Lo cierto es que, al final, a pesar del dolor, la angustia, los deseos de muerte, la confusión, la narradora siente que la pasión es un lujo que vale más que los que ella soñaba cuando era chica.
La prosa de Ernaux es engañosamente simple, como una superficie calma y transparente pero profundísima. La lectura de un libro tan corto y tan infinito como este produce la sensación de dejarse ir en un remolino en el que el cerebro y el cuerpo son lo mismo, en el que no hay oposición entre emoción y razón, entre recuerdo y presente. Sin duda, esa es una de las razones por las que leer esta confesión es agotador y que, cuando se levanta la vista al terminar, parece inconcebible que un universo tan grande quepa en menos de cien páginas.