Cierta literatura contemporánea presenta como tema el mundo cotidiano a los fines de encontrar en la rutina elementos que corresponden al drama de la vida, a las tensiones que muchas veces escapan a la mirada de todos los días. Es evidente que esa línea se ha impuesto con fuerza en lo que sacan varias editoriales, pero lo interesante de esta tendencia es revisar de qué manera cada trabajo puntual trabaja algunos procedimientos, desdibuja otros, imprime en esa cotidianidad una mirada que puede servir al comentario crítico y a la reflexión sobre cierta literatura o, mejor, sobre lo que la literatura puede poner en relación con respecto a otros discursos. Es llamativo cómo, por ejemplo, un discurso poderosamente visitado por la literatura contemporánea sea el médico: la tendencia a poner en el centro de la reflexión el cuerpo o los fenómenos corporales implica, en algún punto, ese tipo de centralidad, diferente, si se quiere, a la aparición del discurso médico entre finales del siglo XIX y comienzos del siglo XX, donde justamente era la medicina la garantía de una verdad de peso que entraba en la literatura para poder darle densidad al realismo vigente. Hoy, la medicina entra en lo literario para ser criticada, porque, de algún modo, ha perdido su naturaleza de garante de verdad para convertirse en espacio de discusión de políticas corporales, de dispositivos que, siguiendo la línea inaugurada por Canguilhem y propagada por Foucault, determinan lo normal de lo patológico, los modos de comportarse y las estrategias para hacer pasar a un modo de tratamiento como el único camino a seguir. Fantasticland, de Ana Wajszczuk, retoma ese componente crítico desde una primera persona que, en esta crónica extendida, pone en evidencia el duro tramo que implica la lógica de la procreación y reproducción por medios artificiales, su acceso, su desarrollo y su desenlace, con toda la compleja serie de sentimientos que ello implica.
La historia se centra en Ana, quien comienza relatando las primeras reacciones despertadas tras la noticia de que uno de los ovarios donados por su hermana y fecundados con el semen de Martín, su pareja, por fin logró prenderse, confirmando así el anhelado embarazo. A partir de ese momento, la narradora se moverá entre el presente del desarrollo del procedimiento y las muchas visitas a figuras médicas, chamanes, curas milagrosos, en pos de poder encontrar el mejor camino para ser madre. Claro que, en el medio de ese proceso, entre el pasado y el presente, ese deseo se desvirtúa, fluctúa, como todo deseo, y termina convirtiéndose a veces en pena, en tragedia, en imposibilidad, en rechazo, pero, por sobre todo, en melancolía. La novela es la puesta en práctica de un discurso melancólico que siempre pone por detrás lo que realmente importa, siempre en relación de pasado, incluso, con lo que la protagonista tiene que atravesar: en plena visita a los médicos, anhela el momento en que su preocupación eran las fiestas, los encuentros de madrugada o los lugares poco convencionales donde tener sexo, o inclusive el conocer a quien luego sería el padre de Renata, el propio Martín. Alguien con pareja que frecuentaba a una Ana casada, una Ana que encontró en su momento el desafío de hacerse cargo de su deseo y separarse de su esposo de ese momento, con quien vivió tantos años en Centroamérica, para armar una nueva relación con una persona que implicaba, también, el excitante mundo de los libros y la cultura: el espejo en donde se ve el deseo del embarazo termina siendo el deseo manifiesto por ese otro que desbordó los esquemas previos de la protagonista. Hasta el embarazo, ese era su Fantasticland del título, el mundo antes de preguntarse por la posibilidad de ser madre. Luego, el Fantascticland será otro momento de su pasado, como si el presente fuese un espejo, ya dijimos, que repite con imprudentes ecos lo que aquel viejo refrán dice: todo tiempo pasado…
La novela implica una modulación en la misma escritora que escribió Chicos de Varsovia (2017), una investigación periodística sobre el levantamiento de un grupo de adolescentes contra la ocupación Nazi (revisitado en el libro de poemas aparecido en 2022, El libro de los polacos): la prosa de no ficción propia de la crónica periodística avanza sobre un territorio de ficción a los fines de poder poner en una primera persona los resultados de una experiencia de peso para los modos de socialización contemporáneos. Así como en El cuerpo es quien recuerda de Paula Puebla se depositaba la pregunta por las consecuencias de la subrogación de vientres y se armaba una ficción en torno a esa temática, Wajszczuk se pregunta por la relación de la voluntad de un individuo con los idas y vueltas de la medicina en torno al elusivo deseo de formar una familia cerca de los 40. Algunas de estas cuestiones pueden muy bien encontrarse en trabajos filosóficos contemporáneos, como Crítica de la razón reproductiva (2017) de Penelope Deutscher, en donde la pregunta por las tecnologías de reproducción reformulan nuestra actual relación con el ideal de familia construido en el surgimiento del liberalismo y del mundo moderno. Las flaquezas de la narradora con respecto a la constancia de ese anhelo “familiar” terminan siendo descarnadas: por momentos, la protagonista queda en un complejo lugar de ser alguien que no sabe muy bien lo que quiere y actúa en función de ese desconcierto. Y, sin embargo, la llegada de su hija acomoda el mundo del embarazo para empezar el problema de la crianza, todo en un campo rico para las lecturas acerca de las prácticas de cuidado del propio cuerpo o del cuerpo del otro.
Fantasticland es una novela escrita de manera precisa, pero quizás allí resida ese vaivén que se da en la propia lectura: el ir al hueso de la narradora a veces deja muy en un registro de “cuento lo que verdaderamente me pasó” a toda la novela, lo cual atenta contra cierta lógica literaria. Pero la pregunta se extiende: ¿no es esa la clave de mucha literatura de ahora? Digamos, contar lo que pasó tal como pasó. Esa ficción en repliegue goza de menos circulación, sin dudas, y pese a que la novela está a la altura de sus pretensiones, permite ver, otra vez, lo dijimos, en espejo, un estado de la literatura en general. La escritura alimentada por ese modo de la crónica gana en vigencia con discusiones de la actualidad, pero entrega como prenda cierto modo del envés, de la distancia, que acerca más a la crónica lo literario. De todos modos, habría que ver hasta qué punto es posible escribir en la actualidad por fuera de ese registro. El cierre de la novela tiene un poco que ver con cierto modo de la indeterminación, como ese deseo que ocupa a Ana y a su flamante familia, como ocupa a todos los personajes cuando se chocan con el pretender saber qué quieren y, después, no saberlo. El deseo, como creemos, como descubre Ana, poco tiene que ver con la satisfacción.