Miento: soy fan de la trilogía inicial, que inauguró el perfecto Ten, siguió el rabioso Vs. y culminó Vitalogy, el disco más raro y descomunal que escuché en mi adolescencia. Miento, entonces, para darle precisión a la escritura. Lo que hizo Vitalogy fue ponerle audio a lo que podría definir como el punto de no retorno. Un modo perturbador, lento y frenético, de entender que la oscuridad también depende de la belleza para ser genuina, y que la música debe incluir en sus entrañas la forma del aire que la transporta. En mi caso, Vitalogy fue una traducción de la estepa neuquina que antes no tenía contornos, y que empezó en la negrura que allá impone el invierno antes de que levante la helada.

Yo vivía en Alta Barda, uno de los barrios más elevados de la Capital. En aquel tiempo se decía que era uno de los pocos capaces de sobrevivir a la rotura de la represa de El Chocón, cuando finalmente sucediera. El resto de la mancha urbana estaba condenada a desaparecer. Ese fue para nosotros un mito de origen, algo que respondía tanto a la amenaza como al deseo de ocupar el desierto original.

Para ir al colegio debía tomar una combi que pasaba a las 7:20 por la punta del barrio, a unas cuadras de mi edificio. En el pico del invierno recién amanecía dos horas después. De modo que la rutina diaria era así: me levantaba a las seis temblando; tomaba un Nesquik; dormía veinte minutos más; ponía la ropa sobre el calefactor y, una vez vestido, enchufaba los auriculares en el minicomponente Aiwa para escuchar los discos de Pearl Jam. A los costados veía pulular a mis padres, que salían para el trabajo a la misma hora. Ellos respetaban el gesto, pero antes de irse me arengaban para que no perdiera la combi. Lo cierto es que hacía eso para disponer de veinte minutos libres antes de enfrentarme a la helada.

Cuando toqué el CD de Vitalogy por primera vez, a mediados del 96, vi caer la mampostería del sentido. Era un libro, no una caja: la estética emulaba una enciclopedia médica (una suerte de biblia positivista) con ilustraciones de anatomía y consejos para la salud en el hogar (algo parecido a lo que fue luego El matrimonio perfecto, de T. H. van de Velde). La portada original de ese libro, publicado en 1899, decía: VITALOGY; or; Enciclopedia of Health and Home; Adapted for Home and Family Use; Beacon lights for old and young, showing how to secure health, long life, success and happiness, from de ablest authorities in this country. Pearl Jam editó el álbum en vinilo y luego salió el CD-libro que mostraba, entre fragmentos de la enciclopedia, fotos y manuscritos de las canciones.

Era la primera vez que un disco se (me) convertía, por un lado, en un objeto digital bastante enigmático (la música era “leída” por un láser inaccesible), y por otro en un fetiche consumado. Recuerdo que esperé hasta la madrugada siguiente para hacerlo sonar. Y recuerdo la sensación de los primeros tres temas: sentí terror, porque me hacía mal y porque lo quería todo. Quería absorber la idea total en medio de un malestar inexplicable. Recuerdo la amenaza de mi viejo cuando me vio esa madrugada con los auriculares: “perdés la combi y agarrate”, dijo.

El desorden sonoro del comienzo me revolvió la panza. De inmediato arrancaba “Last exit”, con los garrotazos metálicos y las guitarras en punta. Después la explosión hardcore punk de “Spin the Black Circle” (un mareo), y luego el contraste en el tempo de “Not for you”, donde Vedder le gruñía al sistema que “todo lo sagrado viene de la juventud”.

¿Para quién era esa música? Parecía una banda aullando contra el hartazgo. Chillando contra el éxito. Gritando para volver a perderlo todo y empezar de nuevo. En “Corduroy”, Vedder cantaba “No puedo comprar lo que quiero porque es gratis”. En “Inmortality”, “No puedo frenar el pensamiento, estoy corriendo en la oscuridad”.

Y eso fue lo que terminé haciendo, cuando miré la hora. Tuve que correr a la parada de la combi con la mochila martillándome la espalda, bajo el cielo negro. Pasó frente a mis ojos cuando me faltaban metros para llegar a la esquina, pero decidí no frenar. Bajé a todo lo que daba la famosa subida de Alta Barda, una medialuna de 200 metros que desembocaba en la rotonda de la ruta 7 (el ingreso norte a la ciudad). Creo que nunca corrí tan rápido, el frío me afilaba la cara. La combi se esfumó y el terror se trasladó a la figura paterna. Tuve que desandar la cuesta a la misma velocidad, otros 400 metros hasta el teléfono de casa, para ver si un amigo del barrio aún no había salido. Lo llamé desesperado, sin voz por la agitación, a las ocho menos veinte. Me atendió y tardó un rato en entenderme, pero finalmente me pasó a buscar.

Con esas canciones aprendí a cuestionar la sensación de que nada podía crecer en ese paisaje tan pegado al inframundo prehistórico. Una forma de la inmortalidad que se narraba al final del disco y que, paradójicamente, nos resguardaba del futuro. Los recuerdos de aquellas mañanas vacías fortalecen la definición de Neuquén como la “Seattle argentina”; había, en aquel menemismo espectral y periférico, un desamparo que iba más allá de la distancia. Estábamos lejos de todo y no sabíamos que ese era el mal menor.

Vitalogy me permitió conjugar belleza, ansiedad espiralada, paranoia del amor y miedo a la locura. Nada menos que una sensibilidad formándose. Esa es la idea que quiero dejar acá: no sé si es, a fin de cuentas, mi disco favorito, pero sí representa con nitidez el instante de la mutación personal. La última imagen que olvidaré cuando colapse la represa y queden todos los CDs flotando en el agua del Limay.

Diego Vigna (1982) es escritor, investigador y docente. Publicó los libros Grises, verdes (cuentos, 2004), Hadrones (cuentos, 2009), La década posteada (ensayo, 2014), Los próceres (relato, 2015), Los desvalidos (ensayo, 2016), Cometa de la noche negra (novela, 2018), Dos maneras de dudar (ensayo, 2021), y acaba de presentar La paz que los demonios temen, cuentos sobre la pampa gringa cordobesa editados por Borde Perdido.