Un fantasma recorre Chile: el fantasma de Pinochet. Se trata, desde luego, de una metáfora –una metáfora nada marxista–, aunque en el último largometraje de Pablo Larraín, de regreso en su país de origen luego de las aventuras en inglés que significaron Jackie (2016) y Spencer (2021), la noción del exdictador chileno sobrevolando los cielos de Santiago en busca de víctimas se convierte en una realidad brutal y amenazadora. Las primeras escenas de El conde –que acaba de tener su estreno internacional en el Festival de Venecia y llegará a las salas argentinas este jueves 7 de septiembre, una semana antes de desembarcar en Netflix– prologan la historia general en tiempo presente con detalles del pasado. Augusto José Ramón Pinochet Ugarte sería en realidad el último nombre de fantasía adoptado por un viejo vampiro francés, de padre y madre desconocidos, huérfano internado en un hospicio bajo el nombre Claude Pinoche unos pocos años antes del fragor de la revolución de 1789. Testigo de los descabezamientos públicos y de El Terror que le siguió, la imagen del protagonista lamiendo una aún chorreante guillotina anticipa algunos de los chispazos gore que el director de Tony Manero y El club utiliza como recurso genérico en una película que coquetea con el terror sin pertenecer a ese reino.
“Pinoche desapareció de la historia”, afirma una voz en off femenina que describe ese pasado tenebroso, en inglés británico perfectamente pronunciado, mientras suenan los acordes de la “Cold Song” de Purcell, para resurgir tiempo después como soldado enfrentado a las revoluciones de Rusia, Haití y Argelia, antes de elegir como destino final “un rincón insignificante de América del Sur”: Chile. Corte al golpe de estado a Salvador Allende, a la represión, tortura y muerte de los primeros años del gobierno de Pinoche, ya con la “t” final adosada al apellido. Presidente de día, conde vampírico de noche. La metáfora, entonces, está servida en bandeja, y Larraín –en un blanco y negro que remite a los vampiros cinematográficos de otras eras– la utiliza para construir una comedia negra que es a la vez sátira y parodia, con un grupo de hijos e hijas reunidos en secreto en un paraje alejado de las grandes urbes, en el frío de la Patagonia chilena, en busca de la ansiada herencia. Vampiros no literales, a diferencia de su padre, pero vampiros al fin. Recién llegada, de incógnito, una joven monja se empecina en destruir al monstruo, aunque en el camino deba ella misma entregarse a los horrores del infierno, entre otros personajes secundarios que van de lo grotesco a lo patético.
El vampiro que quería ser rey
“Llevo años imaginando a Pinochet como un vampiro, como un ser que nunca deja de circular por la historia, tanto en nuestra imaginación como en nuestras pesadillas. Los vampiros no mueren, no desaparecen, tampoco los crímenes y robos de un dictador que nunca respondió ante la justicia”, escribe Pablo Larraín en las notas de producción presentadas a la prensa en el Festival de Venecia. “Hemos utilizado el lenguaje de la sátira y la farsa política, donde el General sufre una crisis existencial y debe decidir si vale la pena continuar con su vida de vampiro, beber la sangre de sus víctimas y castigar al mundo con su eterna maldad”. El veterano actor de cine y teatro Jaime Vadell, –cuyo debut en la pantalla tuvo lugar en Tres tristes tigres, primer largometraje terminado y estrenado por el chileno Raúl Ruiz en 1968– es el encargado de darle vida (o algo sí, dada su cualidad sobrenatural) a Pinochet, empujado a consumir corazones largo tiempo congelados en un freezer confeccionado para tales fines, y por lo tanto mucho menos sabrosos que aquellos que aún laten en el cuerpo de los humanos. Más allá de la cercanía permanente de su esposa Lucía, nunca mordida y por lo tanto mortal, aunque muy consciente de la condición de su marido, quien acompaña al conde como valet y protector es un viejo soldado ruso vampirizado luego de años de servicio, personaje interpretado por Alfredo Castro, el actor chileno más activo a ambos lados de la Cordillera. Los rostros inmediatamente reconocibles de las actrices Amparo Noguera y Antonia Zegers reflejan las ansias económicas de las dos hijas del exdictador y Paula Luchsinger le da vida a esa monja que se hace pasar por contadora y que, por su corte de cabello y mirada traslúcida, recuerda a la Juana de Arco de Maria Falconetti. “Yo había visto fotos de generales usando capas y también una foto de Pinochet usándola. Ahí fue cuando empecé a conectar los puntos”, explica Larraín en las mismas notas de producción, días antes del lanzamiento veneciano del film. “Pensamos que sería interesante que Pinochet pudiera ser un vampiro y se volviera joven nuevamente para seguir presente en Chile como una amenaza que nunca se va, como una forma de decir que esa parte de la historia no ha terminado. Esto podría pasar de nuevo en cualquier minuto”. Como el Drácula original de Bram Stoker, como el conde Orlok en Nosferatu, Pinoche/Pinochet es una amenaza a la humanidad, ya sea que viaje en barco o vuele por sus propios medios, siempre en busca de hemoglobina fresca.
“Su sangre favorita es la inglesa, desde luego. Dice que tiene algo del Imperio Romano. Es una sangre amarga y oscura”, dice con vehemencia la voz femenina que parece relatar todo desde una nube de omnisciencia, y cuya identidad sólo será revelada cerca del final de El conde, en otra vuelta de tuerca farsesca que regresa al espectador a la historia real del siglo XX. “Lamentablemente, el conde también ha probado la sangre de América del Sur, la sangre de obreros. No la recomienda. Dice que es agria y huele a perro. Un sabor plebeyo que se queda pegado por semanas en su paladar y sus labios”. El clasismo del conde es evidente, aunque quienes hayan visto el documental del franco-español José María Berzosa Pinochet y sus tres generales (2004), creado en base a material de archivo que había permanecido inédito durante muchos años, sabrán que en gran medida los modos aristocráticos del jerarca no eran otra cosa que una construcción, una tilinguería sin sustento real, un fascismo ordinario y vulgar. En la ficción de Larraín, Pinochet parece un tanto cansado de su existencia de 250 años, aunque su mujer insiste en que, finalmente, de una buena vez, la penetre con sus afilados colmillos para poder así salir a cazar juntos, rejuvenecer y reaparecer en algún otro país como adolescentes de quince años. A los hijos del dictador chupasangre, en tanto, las cuestiones vampíricas no parecen interesarles en lo más mínimo. A ellos lo que les quita el sueño es el dinero escondido en algún lugar bajo la forma de bonos, la posibilidad de ser ricos y escapar de la mejor manera posible a la persecución de la ley. Al fin y al cabo, además de expresidente por la fuerza y señor de las tinieblas bendecido con la inmortalidad, el anciano es indignamente señalado como un ladrón. Que lo fue, claro, aunque, como lo explica en una escena familiar e íntima, todo comenzó con las recomendaciones de uno de sus colegas en el poder, allá por los 70, luego de que los enemigos del gobierno ya habían sido aplacados y el reinado parecía no tener final a la vista.
Labios rojos
“Empecé a leer literatura vampiresca, que se centra en la maldad y la eternidad”, recuerda Larraín a la hora de repasar los pasos que lo llevaron a El conde tal y como existe. “Decidí llamar a Guillermo Calderón, quien escribió el guion conmigo, y como fue durante la pandemia, teníamos mucho tiempo. Hablamos horas por teléfono. Después llamé a Jaime Vadell, nuestro actor principal, y conversamos varias veces discutiendo acerca de la posibilidad de hacer esta película. Este es mi décimo largometraje y he tenido el lujo de trabajar con maravillosos actores, pero nunca había hecho una película donde el actor logre cada una de las tomas. En cambio, Jaime lograba cada una de ellas. Mi temor al principio era quién interpretaría a Pinochet, pero Jaime lo logró. Pinochet tenía una manera muy específica de hablar –que era muy molesta, por cierto– pero Jaime estaba decidido a no hacerlo así. A él se le ocurrió una forma propia de hablar que le permitió realmente encarnar el personaje y ese sentido de poder y violencia. El fascismo, como lo conocemos, comienza con miedo y luego se torna violento”. La sangre en El conde en oscura, negra, y el blanco y negro aporta a las imágenes una cualidad muy expresiva, expresionista, que por momentos remite sin paradas intermedias a otros períodos en la historia del cine. El director de Neruda es consciente de esas filiaciones, y afirma en su carta de intenciones que una película en colores “hubiese dado una sensación de escapismo a la realidad de esta historia”.
“Usted y sus hermanos estuvieron presos en el año 2007 por malversación de fondos”, le espeta la contadora/monja/cazadora de vampiros a una de las hijas de Pinochet, pero la interlocutora la interrumpe antes de los detalles: “Fuimos presos políticos”. A veces, Larraín toma el marcador de trazo más grueso para subrayar algunos de los conceptos centrales de su particular adaptación política y satírica del mito de los vampiros, apoyado en una banda sonora que usa y abusa de “Las cuatro estaciones” de Vivaldi. Al mismo tiempo, el film es absolutamente consciente de su condición grotesca, de sus afecciones y excesos. Respecto de la violencia en pantalla, que no es demasiada pero cuando llega explota en plano detalle, el realizador cree que “no hay mucha violencia, pero cuando la hay, tiene que afectarte. Si fuera de otra forma tendríamos una versión suavizada de Pinochet, y eso hubiera sido peligroso. Por eso lo vemos como un soldado y cuando se transforma en vampiro esa escena es muy violenta, porque esa es su naturaleza. Me preocupaba el hecho de que íbamos a mostrar a este actor mayor de casi 90 años interpretando a un vampiro de 250 por el que podrías llegar a tener empatía y compasión. Era crucial que no hiciéramos eso”. El tono, que recuerda por momentos a algunos films latinoamericanos de finales de los 60 y comienzos de los 70, (recordar Macunaíma, de Joaquim Pedro de Andrade, pero sin sus colores chirriantes y bajo un manto mortuorio), es excéntrico y extremo, como lo es el personaje central, esa versión alternativa de un monstruo de la vida real. Cuando el color finalmente invade la pantalla, durante apenas un par de planos antes del cartel de FIN, la voz en off se pregunta cómo sería ser rico en un país de pobres. La fábula farsesca llega a su fin, la sangre ha dejado de chorrear. Al menos por ahora, por un tiempo.