Muchos clubes actuales fueron fundados un siglo atrás por militantes anarquistas y socialistas, quienes en esos tiempos lideraban las primeras organizaciones obreras del país contra un poder consagrado a través de elecciones fraudulentas. Independiente, Chacarita, Newell’s y Argentinos Juniors son algunos ejemplos, aunque casos similares abundan en el planeta. Sobre todo –y como era lógico– en Europa del Este. Y Uruguay, aunque a su escala, también replicó el fenómeno que se estaba produciendo en esta orilla del Río de la Plata. El más antiguo es Defensor Sporting, formado en 1906 con empleados de una fábrica de vidrio que originalmente se autodenominaron “Defensores de la huelga”. Pero el más emblemático es el Club Atlético Progreso.
Progreso fue fundado en 1914 por obreros anarquistas del sindicato de picapedreros del barrio La Teja, en Montevideo. Al principio usó una camiseta completamente negra –en clara referencia al anarquismo–, aunque luego varió hacia el modelo actual, similar a la bandera de Cataluña, en homenaje a la histórica adhesión de esa región española a los ideales anarquistas. Con esa casaca, el semiamateur cuadro del suburbio montevideano consiguió en 1989 lo que sólo otros tres equipos charrúas: salir campeón sin llamarse Peñarol ni Nacional. Fue acaso el máximo éxito del fútbol proletario en Uruguay.
Es cierto que, al otro lado de esa historia –es decir, en la actualidad, cien años después de aquellas fundaciones utopistas– el fútbol nos recibe mercantilizado, impuesto como cultura de masas o dominado por las mafias que mueven al mundo, según como se quiera ver. En 2012, Progreso fue denunciado como uno de los “paraísos fiscales” que representantes de jugadores utilizaban en Uruguay para evadir impuestos de transferencias entre Argentina y Europa. Enorme deshonra para un club fundado con una ética ideológica que trascendía al mero juego del fulbo.
Pero, a diferencia de otros implicados, Progreso pudo limpiar su nombre. Es que los socios sobrevivientes decidieron construir un centro cultural popular y un comedor infantil. Y, sólo para no perder la tradición, mantuvieron un equipo que hoy los representa en la segunda división. Como en 1914, la pelota vuelve a ser apenas una excusa (y no la última) para empujar otros objetivos. El más importante: que dejen de pincharla.