El libro sobre perros más extraordinario de todos es el desgarrador, mordaz, alegórico y superventas La llamada de lo salvaje, de Jack London. London nació en California en 1876 y durante sus cuarenta años de existencia llevó una vida nómada, dedicada a la navegación, la búsqueda de oro y las actividades al aire libre en general.
La llamada de lo salvaje (1903) fue su primer éxito, a pesar del tema en apariencia difícil: la singular andadura de Buck, un cruce entre un san bernardo y un collie escocés, que comienza como una narración cronológica, pero que termina en el reino del realismo mágico. Buck empieza su vida como una mascota más o menos mimada en casa de un juez, pero este tiene enemigos y Buck es secuestrado. Luego cambia de dueño varias veces y acaba como perro de trineo en el Yukón, durante la época de la fiebre del oro, con un dueño que confía en él y que se preocupa por su bienestar. No hay nada excepcional en todo ello, pero la prosa visceral y firme de London empuja al lector a estar del lado no solo de Buck, sino también de todo lo que este representa: una apuesta por la autenticidad, una ruptura con los grilletes, una estampida de vuelta a la naturaleza. Cuando muere su último dueño, Buck realiza una última transformación, un reverso darwiniano: se convierte en líder de una manada de lobos salvajes y se sumerge en la aventura extrema, hasta convertirse, finalmente, en un primigenio y mítico Perro Fantasma.
Helo aquí, siguiendo las huellas de un conejo en la nieve: “Sondeaba las profundidades de su naturaleza, y de las partes de su naturaleza que eran más profundas que él, remontándose hasta las entrañas mismas del Tiempo. Lo dominaba el puro surgir de la vida, el maremoto del ser, la perfecta alegría de cada músculo, de cada articulación y cada tendón por separado, todo lo que no era muerte, lo que resplandecía y se afirmaba en cada movimiento, lo que volaba, exultante, bajo las estrellas y sobre la faz de la materia muerta, inmóvil”. Era este un perro tal como solían ser los perros, sostiene London, antes de todos los cruces y las zalamerías; el más fiel a sí mismo, triunfante en un entorno hostil.
Es difícil ponerle pegas al vigor narrativo del autor, por mucho que uno pueda cuestionar su argumento. ¿Eran realmente más felices los animales domésticos en libertad? El hecho de que el libro siga funcionando más de un siglo después es una prueba de su fe en sí mismo, en su visión. La secuela, Colmillo Blanco, no es menos vibrante, pero su protagonista se asemeja más a un lobo que a un perro, y su lealtad se ciñe casi en exclusiva a sí mismo. Ambos libros, de todos modos, te dejan estupefacto por su crudeza; si los lees siendo un cachorro jamás los olvidarás, tan avasalladora es su fuerza .
Pero ¿de verdad es el perro más memorable de la literatura universal? Algunos le otorgarían este honor a Mi perra Tulip, de J. R. Ackerley, el relato riguroso, obsesivamente escatológico y mordazmente autobiográfico del placer de vivir junto a su hembra de pastor alemán, Queenie. Ackerley, novelista y editor, llegó tarde a los encantos de los perros, y una vez insistió en que era necesario “oponerse con firmeza al sentimentalismo de los británicos en materia de perros, esas criaturas sucias y ruidosas”. Pero todo cambió cuando se enamoró de Queenie, que le entregó la “devoción incorruptible y acrítica” que había estado buscando durante toda su vida. “Un perro tiene un único objetivo en la vida”, afirmó Ackerley más tarde, “entregar su corazón”. Cuando Queenie murió, casi pierde la cordura, y dijo que ningún ser humano había significado tanto para él .
Otros lectores, seguro, colocarían en lo alto del podio al gran danés de El amigo, de Sigrid Nunez, un libro en el que la narradora se hace cargo de un perro llamado Apolo tras el suicidio de su mentor y amante. (Es evidente que un perro así transforma una vida; a Apolo le gusta que le lean, sobre todo Karl Ove Knausgard). Y no faltarán, claro que no, los partidarios de Karenin, el chucho de La insoportable levedad del ser, de Milan Kundera. Karenin hace en la novela de sustituto del bebé y de símbolo de permanencia en tiempos revolucionarios, y su muerte, debida al cáncer, permite al narrador de Kundera reflexionar sobre el hecho de que una sociedad se pueda juzgar por el trato que dispensa a los animales; lo que nos viene a decir es que con demasiada frecuencia no superamos esta prueba.
Recomiendo encarecidamente todos estos perros y sus vidas ficticias y tan verosímiles. Pero, por desgracia, creo que el más memorable de todos los perros literarios es Bulls-eye, de Oliver Twist . ¿Por qué por desgracia? Porque el pobre perro es un monstruo encadenado y su dueño, Bill Sikes, es cruel con él hasta decir basta. Dickens aún no había tenido nunca un perro cuando escribió la novela, en 1837—más tarde tendría muchos y los querría mucho también—, pero está claro que no necesitaba ninguna experiencia personal para emplear uno como cla-ve literaria . Cuando nos encontramos por primera vez a Bulls-eye, blanco y desaliñado, con cortes por todas partes, ya ha asumido su destino de matón. Ha sido adiestrado en la crueldad y es terrible, sin duda, presenciar la lealtad inquebrantable que le profesa a Sikes. Cuando el perro se lanza a la muerte, tras el ahorcamiento de Sikes, se trata de una muerte tanto retórica como real; no puede existir como epítome del mal sin su amo.
Este extracto forma parte del libro El mejor amigo del perro, que acaba de publicar Taurus.