Buenos Aires siempre fue un puerto, con lo que siempre hubo lo que en tiempos idos llamaban peringundines, con "e", disimuladamente etiquetados como casas de tolerancia porque las autoridades las toleraban. Pero la provincia y la ciudad eran famosas bajo Rosas por su seguridad pública: en esto del delito, el Restaurador era duro y español, de horca y azote, con la piedad mostrada apenas en largos años de trabajos forzados en las calles de pueblos y ciudades. Esto último era de doble filo, porque por un lado parientes y amigos te podían acercar algo de comer, pero por otro eras la burla del pueblo...

La cosa es que no extraña que la batalla de Caseros desatara una ola de delitos en la provincia, avivada por el viento secesionista de 1853, el sitio de la capital por un ejército federal y la inestable convivencia entre el Estado de Buenos Aires, independiente por nueve años, y la Confederación. En la época se llegaba con suerte a los doscientos policías, y los jueces de paz para atender un caso violento hacían lo que el sherif en las películas, llamar a los amigos y salir en batida. Faltaban las estrellas en el pecho...

Para peor, tanta guerra generó una ola de desertores de ambos bandos, que lo único que sabían hacer era usar armas. Estos no eran soldados profesionales sino "gente de mala ralea y malentretenidos" que eran sistemáticamente castigados con el reclutamiento forzozo. Es casi cómico, porque mandaban pícaros, cuatreros y matones al ejército, donde los terminaban de entrenar y armar, como si fuera una academia.

Los diarios de la época relatan una epidemia de robos menores y mayores, asaltos estúpidamente violentos, asesinatos y una explosión de la prostitución en cada pueblo de cien casas. Los años de gobierno de Pastor Obligado, que nos mira severo en su foto, entre 1853 y 1858, fueron una era dorada del crimen bonaerense. El gobernador independentista ordenó, casi de movida en su gestión, una recogida de armas militares en manos privadas que no funcionó. Si agarraban a un desertor armado, sacarle las armas era de hecho el menor de sus problemas.

Lo que hoy llamamos el Gran Buenos Aires era en aquella época campo y chacras dedicadas a proveer a los mercados porteños, sobre todo de inmigrantes italianos que no tenían el prurito criollo de cultivar verduras. Los carros que llegaban cada mañana venían equipados con trabucos, tan frecuentes eran los asaltos, y los pueblos de alrededores -Flores, Belgrano, Pilar, Quilmes- se trancaban apenas caía el sol. Muchas familias que vivían en quintas se mudaron al centro, hartas de los asaltos. Lo que hoy llamamos Constitución y Once, sede de los mataderos de la época, eran tierra de nadie. La técnica de la época era medio bruta pero efectiva, con el asaltante agarrando a la víctima por atrás y poniéndole un cuchillo en la garganta. A la menor resistencia, te degollaba.

El gobierno brillaba por su ausencia, pese a las quejas, y el único proceso judicial que avanzó fue político, el juicio y ejecución de los mazorqueros, los más famosos Cuitiño y Alén, como se escribía en esos tiempos. Costó bastante que la atención se enfocara en la seguridad pública, y sólo se logró cuando la ciudad y sus cercanías quedaron aterradas por "la banda de los niños". Ya se leía a Dickens por acá, y la gente fantaseaba con que había un Fagin entrenando chicos ladrones.

La banda se hizo famosa el 2 de julio de 1854 cuando robaron la joyería del francés Fasquel, debut de una seguidilla de robos a comercios y tiendas que culminó con el tupé de asaltar una casa de moneda oficial, de la que no se llevaron nada porque la habían vaciado el mismo día para pagar cuentas de Estado. Los rumores eran surrealistas: que todos tenían nueve o diez años de edad, que si te asaltaban te desnudaban para divertirse, que el líder era un chiquilín de seis años llamado Antonio Palma.

Varios meses después, usando un delator, la policía los agarró. No eran niños sino jóvenes, con el más pibe de 16 cumplidos, y eran todos españoles menos uno. El líder era un tal Domingo Parodi, al que con poca originalidad le decían El Jorobado, por su pobre espalda. Los cargos eran hurto agravado contra dos carbonerías, la joyería, la entidad oficial, dos relojerías y un depósito de aceites. El Jorobado, parece, era un virtuoso de la ganzúa que abría cualquier puerta.

Y aquí la cosa se pone interesante y muestra cómo se construye legislación. El fiscal del caso pidió la pena de muerte para El Jorobado y otros dos cabecillas, y azotes para los otros seis. La defensa señaló que se trataba de hurtos, que pese a los mitos los ladrones no le habían ofrecido violencia a nadie y que francamente no era para tanto. Y sacó un poderoso as de la manga, que el Estado de Buenos Aires ya tenía una constitución hecha y derecha, que prohibía las "penas crueles", sin dar más detalles. La norma no prohibía las ejecuciones, señaló el abogado, pero usarla contra ladrones era indudablemente cruel. El juez no se conmovió y les dió nomás la pena de muerte, pero el Tribunal de Justicia, la segunda instancia, se las cambió por diez años de trabajos forzados.

Pero el debate ya está abierto con argumentos muy de la época. Nadie se había olvidado del caso de Camila O'Gorman, fusilada hasta sabiendo que esperaba un bebé. Y a nadie le había terminado de gustar el espectáculo de los mazorqueros ejecutados que quedaron colgados del patíbulo por horas, para escarmiento público. Se suponía que los unitarios triunfantes traían más ilustración a estos temas... Lo que terminó ocurriendo fue que se facultó al gobernador, por ley, a conmutar penas por trámite simple.

En 1868, con la provincia de vuelta en la ahora República, el senador Dalmasio Vélez Sarsfield propuso una idea que tornaba inaplicable la pena de muerte, sin abolirla. Como sólo se podía aplicar a crímenes "aleves", de alevosía, la provincia simplemente los abolía como tales. En 1922, cuando sí se abolió en este país la pena de muerte, fue uno de los antecedentes más citados.

Claro que ninguno de estos debates redujo en nada el delito, que parecía ya contagioso. Un día un marido celoso mataba a tiros a un policía, a la semana una discusión entre vecinos terminaba a los hachazos. En los peringundines volaban los cuchillos cada noche y a nadie le extrañaba que clientes entusiasmados llegaran a caballo, enlazaran a las chicas, y se las llevaran gritando en la noche. Uno de los peores lugares era el Puente de los Suspiros, en Viamonte y Suipacha, la frontera al peligroso barrio del Retiro, con decenas de piezas con cortinas rojas y un conveniente espacio -por donde está el monumento a Dorrego- para los duelos.

Otra esquina maldita era la de Esmeralda y Charcas, donde había una pulpería. En 1857 la asaltaron una noche y mataron al dueño. El hermano se hizo cargo y, por prudencia, empezó a cerrar más temprano, pero una noche unos borrachos indignados saltaron la tapia y lo degollaron en seco, por no abrirles y echarles un trago.

Ni hablar del campo. El camino del Pilar, hoy Gaona, era tan peligroso que las carretas venían en convoy, para protegerse entre todas. Mas o menos por donde hoy está la ruta 2 hubo una banda bien armada que galopaba de norte a sur y echó fama por su violencia: eran desertores de bayoneta y fusil, y costó agarrarlos.