Sobrevivió a los bombardeos de Irak en Teherán, resistió los embates de revolución islámica desde su infancia y las penurias de ser una migrante adolescente en Viena pero lo que casi la mata fue un revés romántico. En Persépolis, su multipremiada y multivendida novela gráfica (2000-2003), la artista francoiraní Marjane Satrapi ya sentaba las bases de sus dos preocupaciones principales: el amor y la muerte. Sobre todo la muerte.
Satrapi lleva más de dos décadas años exiliada en París sin volver a su país natal y desde allí se convirtió en una suerte de embajadora darkie de la cultura iraní pero con varios manierismos de parisina. Militante del cigarrillo y del malhumor, tiene una lengua afilada como sus personajes y viene construyendo una obra multidisciplinaria de la que también se va exiliando. En el momento en que fue reconocida como una de las figuras más importantes del cómic (también es autora de libros para niños), dejó de dibujar historietas y se pasó al cine; cuando logró poner en cartel unas cinco películas –empezó con la adaptación animada de Persépolis, su última película es una biopic de Marie Curie– se dedicó a la pintura.
Pero a pesar de querer escaparle a la consagración, su nombre quedó asociado al mundo de la novela gráfica, donde aún reina. A la monumental Persépolis le siguieron Bordados (2003) y Pollo con ciruelas (2004, llevada al cine en 2011), dos libros que por primera vez se editan en Argentina bajo la colección Reservoir Books –que el año pasado hizo lo propio con Persépolis–, completando una obra en la que siguió tirando de la cuerda iraní a partir de historias propias y familiares, como una forma de militancia. “Cuando decide interesarse, la prensa europea cuenta cualquier cosa sobre lo que pasa en Irán”, dice Satrapi en una entrevista con Radio France, en las múltiples ocasiones en las que opina como experta en su país, porque además de la intensidad artística es una analista política peleadora, crítica e inteligentísima.
El año pasado, en medio de las revueltas en Irán y del asesinato de la joven de 22 años Mahsa Amini por parte de la Guardia Revolucionaria Islámica, Satrapi se convirtió en un personaje recurrente de los medios y su obra autobiográfica volvió a iluminarse. Lo que estaba pasando en Teherán parecía ser la mecha de una verdadera revolución democrática –ahogada por las balas– que empezó como una defensa de los derechos de las mujeres. La propia Mahsa podría haber sido la joven y feminista Marjane en los ‘80. De hecho la artista tenía veintipico cuando, perseguida y divorciada de su primer marido, se exilió por segunda vez en Europa, esta vez en Francia y de forma definitiva, para empezar otra vida, una más libre y verdadera, su vida de artista.
Satrapi tiene un halo de oscuridad de terciopelo, como su pelo retinto y su lunar entre el ojo derecho y la nariz, que la vuelven una encarnación demasiado parecida a sus autorretratos, una bruja de labios rojo sangre. Casi todo lo que sabemos de su vida, y de su relación con la historia iraní reciente, está narrado en los dibujos de Persépolis, su obra maestra, una novela gráfica que empezó gracias al impulso de sus compañeros historietistas David B. y Joann Sfar, también autores de obras autobiográficas deslumbrantes, quienes orbitaban alrededor de L’Association. Esta editorial de cómics, creada en los ‘90 desde la autogestión, se convirtió en el semillero de toda una generación que pasó de dibujantes emergentes a referentes internacionales.
Marjane llegó a París con una valija pesadísima. Llevaba consigo al menos cuatro vidas atravesadas por la represión, la muerte y las separaciones de sus seres queridos, pero también por un clan que la apoyó y estimuló con figuras femeninas poderosas y libres. Que su familia tuviera ascendencia aristocrática ayudó bastante. Hija única de una pareja de intelectuales, tuvo una educación laica, progresista y muy politizada (estudió en el Liceo Francés de Teherán hasta que lo cerraron) y fue parte de una élite que no se salvó ni de la dictadura ni de la guerra pero que consiguió sacarla del país en dos ocasiones. Pero con la migración se disuelven los superpoderes.
En París no tenía un peso pero decidió cumplir la promesa que le hizo a su abuela, uno de los personajes más entrañables de Persépolis, que vuelve a aparecer en Bordados. Defendería su integridad por encima de todo (sería fiel a sí misma) y mantendría el sentido del humor, la contracara a esa melancolía también tan presente en su obra. La escritura y publicación inicial de Persépolis se hizo en cuatro volúmenes y cada entrega fue un suceso inédito, que catapultó a la novela gráfica autobiográfica a la categoría de best seller, arrastrando a sus colegas con ella. En dos años pasó de ser una migrante antisocial conocida por un grupito de historietistas y dibujantes a una estrella.
Ella fue la primera sorprendida –nunca pensó que podía llegar a vivir de su arte– y cuando todavía le faltaba un tomo por entregar, escribió y dibujó Bordados, una joyita literaria que funciona como una nota al pie de su gran obra: un homenaje muy gracioso e irreverente a las mujeres iraníes de su entorno, quienes con astucia fueron intercambiando saberes eróticos y prácticos para encontrar un poco de libertad entre los mandatos familiares y la represión islámica. También para encontrar el amor en medio de tanta muerte, temas a los que vuelve en Pollo con ciruelas.
Allí se basa en testimonios familiares para recrear la vida de un tío músico que, luego de que su esposa le rompiera su instrumento en una pelea, decidió suicidarse dejando de comer. Esta novela gráfica fue interpretada como un relato familiar más de su saga iraní, pero la autora aclaró que era una ficción sobre el arte como único refugio cuando la vida falla: el tío de la novela había vivido un desengaño amoroso en su juventud. El tío es ella misma, dice, quien no tiene empacho en agregar que si no pudiera hacer arte ya se habría dejado morir. Para eso se diseñó un plan de libros, pinturas y películas de acá a treinta años, historia de no claudicar. En esas anda ahora mismo.