Yo sabía que Mouzo lo iba a errar. A pesar de que era uno de mis ídolos, estaba seguro de que en el primer penal que le tocaba patear a Boca en la final de la Libertadores contra el Cruzeiro de Brasil en 1977, Mouzo no convertiría. Ya había errado dos en esa misma copa y mi temor se hizo realidad: el tiro pegó en el palo izquierdo del arquero y no entró. Durante unos segundos vi pasar mi vida (que no era muy larga, tenía diez años), pero sobre todo vislumbré mi futuro lleno de fracasos similares, con pelotas pegando en el palo en los momentos decisivos. Por suerte, el árbitro notó que el arquero brasileño se había adelantado, lo hizo patear de nuevo y esta vez Mouzo hizo lo que casi siempre hacía: meter el gol.

La tanda siguió con ciento por ciento de efectividad en ambos equipos hasta el último penal que Gatti le atajó a Vanderlei. No recuerdo si pegué un salto como el de Gatti en los festejos, ni si estaba mi viejo viendo el partido con nosotros (mi madre y yo), pero sí que fui feliz mucho tiempo con esa definición por penales y reviví ese momento comprando la revista Goles y, años más tarde, el disco con los goles de la Copa Libertadores 1977 narrados por José María Muñoz.

Por esos años hubo dos definiciones por penales que recuerdo especialmente. Una que escuché por radio: la de Platense-Lanús en la que el Granate se fue a la B. No me interesaba el destino de Lanús (club que no me despertaba simpatía), pero igual quería que se quedara en primera, porque su arquero, Sánchez, había atajado varios años en Boca. La otra fue la primera definición que vi en vivo. Fue en 1981 en la cancha de Atlanta. El Porvenir y Villa Dálmine debían desempatar para que uno de los dos descendiera a la C. El Porve, mi club de barrio, se salvó raspando en una definición por penales en la que mi cuñado Jorge me dio una clase de insultos a propios y a ajenos que marcó fuertemente mis ganas de escribir poesía.

La otra definición que recuerdo especialmente fue la final de la Libertadores de 2001, cuando Boca le ganó al Cruz Azul de México. Por la imagen de Riquelme arrodillado en la tanda de penales, rezando como un poseso, y también porque no pude gritar los goles. Tuve que ahogarlos para no despertar a mis hijos que eran muy chicos y tenían el sueño liviano. Así y todo, apenas nos convertimos en campeones, llamé por teléfono a mi viejo que había visto la definición en su casa de Lanús. Creo que él también lloraba por el triunfo. Fue la última copa Libertadores que pudo festejar.

Si algo compartimos los xeneises y los hinchas de los demás equipos argentinos es que todos recordamos vivamente los triunfos de Boca en definiciones por penales. Tanto bosteros como los otros tendemos a olvidar las muchas derrotas que por el mismo medio nos privó de otras copas Libertadores y algunos torneos locales. Es lógico: los triunfadores y los fracasados suelen compartir el amor por la exageración.

En estos días hubo que escuchar a algunos hinchas (no voy a decir de qué clubes, solo que alguna vez se fueron a la B, perdón por la ambigüedad) que menosprecian las definiciones por penales. Me los imagino encerrados en sus casas durante los festejos del Mundial de Qatar (millones de bosteros copando las calles de toda la Argentina) o negando con sus cabezas ante las atajadas de Goyco en el mundial de Italia. En cambio, los puedo ver satisfechos de perder dos finales por penales contra Chile en la Copa América. Al fin y al cabo, si el triunfo por penales no es válido, tampoco lo son las derrotas y entonces Argentina jamás perdió. Festejemos.

¿Es menos valioso un triunfo por penales que el logrado durante los 90 minutos de un partido? Yo me sentiría un poco --ojo, solo un poco-- avergonzado de celebrar triunfos otorgados fuera de la cancha, o con penales regalados al ganador o no cobrados al equipo derrotado, o festejaría con un poco de pudor si el equipo contrario termina con menos jugadores, o si de prepo te ponen en semifinales sin jugar un solo partido clasificatorio (le pasó a Boca también una vez, a otros más). En cambio, nada de eso tiene que ver con la definición por penales, el más dramático y heroico desenlace al que se puede aspirar en el fútbol.

Y no olvidemos algo: para ganar desde los doce pasos, pongamos por caso, al Milan, primero hay que llegar a jugar de igual a igual contra el equipo rossonero.

Es indiscutible la belleza de un gol durante un partido, la satisfacción de golear o el dolor de perder sobre la hora. Pero cuando en una instancia definitoria dos equipos no se sacan ventaja en los goles, se llega a los penales. No se tira una moneda, ni se evalúan merecimientos (ese reclamo patético de los derrotados), sino que se utiliza una definición en la que se consideran capacidades futbolísticas y temperamentales. El fútbol se convierte en todos los deportes a la vez: exige la puntería de una competencia de tiro, la habilidad de un gimnasta en el guardameta, la frialdad mental de un ajedrecista en los pateadores, la valentía de un boxeador que desarma la guardia para tirar el golpe del nocaut, la soledad de un tenista que apuesta todo a una bola sobre el fleje.

La caminata del pateador entre la mitad de la cancha y el punto penal está pensada para emular a esas batallas individuales de la épica clásica, como la de Aquiles y Héctor en la Ilíada. La definición por penales es el mejor invento de la cultura occidental desde Homero hasta hoy.

Los hinchas odiamos llegar a una definición por penales, tanto los de Boca como los de otros clubes. Nadie quiere sufrirlas, pero todos soñamos con ganarlas. El arquero sabe que es su oportunidad de convertirse en héroe (¡grande Chiquito!), los jugadores se imaginan haciendo el gol del triunfo. Están los que no se animan a patear y los que acomodan la pelota como si estuvieran en el potrero (inolvidable el Colo Barco yendo a patear su penal contra Nacional de Montevideo). Nos ponemos nerviosos ante una definición por penales, aunque sea entre dos equipos desconocidos. Porque es el único momento en el fútbol donde conviven de manera tan cercana la gloria o el olvido. Uno no puede quitar los ojos de una definición así. Es una droga que lleva al éxtasis o a la depresión más profunda en pocos segundos.

 

En el fútbol se gana o se pierde. Esa verdad de Perogrullo es puesta en duda por los que no disfrutaron del placer de triunfar en una definición por penales. El que no conoce a Dios, a cualquier santo le reza. Les rezan al escritorio, a la ayuda arbitral, al VAR, a los periodistas deportivos lacayos del poder. Yo prefiero seguir rezando al Dios de la valentía, las manos prodigiosas de mi arquero y al tiro certero de mi jugador, como Riquelme en aquella noche de junio de 2001.