Nina Suarez tiene 22 años y maneja un Gol gris de tres puertas con un sticker de Mar del Plata que le pegó la primera vez que condujo en la ruta para tocar con su banda. “¡Mi golcito! ¡Es tan lindo!”, dice orgullosa sobre ese trofeo suyo, un auto usado que compró hace poco, en parte gracias a fondos que ahorró con su madre después de una película en la que actuaron juntas. Falló la primera vez que dio el exámen para la licencia, pero cuando finalmente lo logró festejó con austeridad y épica: llevó el auto hasta la costanera y le invitó un choripán a su maestro de manejo, un compañero de banda diez años mayor que ella.
En la familia de Nina nadie sabe manejar y nadie pudo enseñarle. Nunca hubo auto pero siempre quisieron uno, y para eso habían empezado a ahorrar antes de la muerte de su madre en 2020. “Quería ser la primera en manejar en la familia y lo conseguí”, celebra. El objetivo podría parecer insólito pensando en su ascendencia: el padre de Nina Suárez es el músico Fabio Suárez, su madre Rosario Bléfari, una fuerza de la naturaleza que no dejó disciplina artística sin explorar. Ambos al frente de Suárez, banda que piloteó los años noventas dejando una influencia en la música independiente argentina casi tan amplia como la austeridad con la que parecen haber vivido en lo doméstico.
Nina Suárez es actriz de cine y teatro desde una edad temprana. Empezó su carrera a los 12 años en el corto Videojuegos de Cecilia Kang, donde actuó brevemente con su mejor amiga de infancia y sintió que ese juego podía ser un trabajo. Un trabajo único, claro, pero trabajo al fin. Protagonizó su primer largometraje en 2017, Arpón, la ópera prima de Tom Espinoza, actuó junto a su madre en dos películas, La idea de un lago de Milagros Mumenthaler y Planta permanente, de Ezequiel Radusky, y también se la vio más recientemente en Implosión, de Javier Van de Couter, sobre la masacre escolar en Carmen de Patagones, película por la cual ganó el Premio Cóndor de Plata a la revelación femenina. “La primera vez que me tomé una birra fue con unos electricistas de esa película. Me gustaba la idea de que yo era chica pero a la vez era un simulacro de estar trabajando y estar empezando una vida más adulta ”, cuenta ella, que es una presencia laboral lúdica y feliz, pero bastante extrema.
Nina Suárez también escribe canciones desde siempre. Y quienes orbitan la escena de la música independiente seguramente la hayan visto transitar la adolescencia, e incluso la infancia, haciendo distintas cosas sobre, o al costado, de algunos escenarios pequeños. Cosas que van desde rapear con pistas, hasta improvisar algunos covers de Nirvana con la guitarra criolla y el pelo en la cara. De hecho, mal que le pese –porque asegura que todavía se contorsiona nerviosa antes de subir– sería correcto decir que Nina Suárez habitó los escenarios desde la cuna en el sentido más literal de la palabra. Y antes también.
Uno de esos momentos está en video y de vez en cuando gira por las redes sociales. Es una escena notable: Rosario Bléfari, con el pelo corto cobrizo, los brazos abiertos al aire como ella hacía, canta y baila y aúlla exultante con un top cortísimo que exhibe una panza gigante en el tramo final del embarazo. “Eramos muy cercanas y siento que mi mamá re está. Pero es raro porque en vez de pensar que está afuera, como flotando o mirando, siento que está en mí. Si yo digo ‘Esto es increíble’, es en realidad ella diciendo: ‘¡Esto es increíble!’. Aunque me encantaría poder mostrarle estas canciones, tipo: ‘Miraaa estooo’. Lo del auto era un sueño en conjunto, siempre decíamos que un día íbamos a tener uno, y ahora sucedió. Cuando estoy en el auto, la re siento cerca”, dice Nina, que conserva un sentido del humor luminoso, cinismo cero, bastante a contramano de su propia generación. “Hace tiempo también pensaba: ahora yo soy mi propia madre. A veces me enloquece y a veces me parece genial. Aunque Rosario siempre fue para adelante ¿Quién me podría decir que no a algo ahora? Yo soy mi propia persona”.
Con su look andrógino iluminado por un breve sol de invierno, Nina Suárez se ve como una aparición de una época imprecisa. El pelo cortísimo entre un mullet y un bowl, una remera de Skeletor, una campera de cuero ramonera y una cadena gruesa brillante más bien de rapera. “¡Estoy desquiciada!”, dice, los ojos claros solares, tomando sorbos cortos de un café negro al que asegura ser adicta por estos días, porque el gran acontecimiento de su presente es que acaba de lanzar Algo para decirte, su primer disco de estudio, un debut notable de siete canciones decididamente rockeras que presentó en vivo en su totalidad por primera vez hace un par de semanas.
“Siento que después de ese día adentro mío algo cambió. También siento que es una responsabilidad. Las fotos, los posteos, cómo se anuncian las fechas, todo tiene que ser un poco mejor, un poco más cuidado, acorde a lo que pasó en la presentación. Yo solo quiero pensar en esto, no quiero nada más que no sea la banda”, dice Nina, que se crió en una tribu con una idea bastante a contramano del rock, una que indica que el rock es más bien un oficio. Es decir: lo fabrican artesanos, orfebres, no estrellas, y por lo tanto la autogestión no se discute demasiado, se da por sentado. Se entiende que los amplificadores hay que cargarlos en la espalda, que los flyers se dibujan y se diseñan en photoshop, que los amigos toman las fotos y que todo eso a uno le da un bien muy preciado: la libertad. La libertad y los límites más bien acotados, por supuesto. Y ella, dice, siempre quiere más.
PRUEBA SUPERADA
La presentación de Algo para decirte en el Centro Cultural Matienzo fue efectivamente una escena imponente: menuda y desgarbada con la guitarra pegada al cuerpo, esa chica casi adolescente tocaba al frente de una banda de treintañeros con una actitud arrolladora. Sus compañeros son algo así como una súper banda formada por integrantes de la escena indie de la generación que la antecede: Manolo Lamothe, el baterista de Cabeza Flotante, hermano del actor Esteban Lamothe, que ella conoció a través de su trabajo en cine, y Chicho Guisolfi –que pacientemente le enseñó a manejar– bajista de Bestia Bebé. Ese día, además acompañaba Marcos Canosa, también integrante de Cabeza Flotante, para terminar de afilar la presentación y la escena.
Ese cruce generacional que ahora es una amistad de largo aliento empezó en 2019 en un Ruchofest, el festival de música que organizan los Lamothe, que por esos días buscaban artistas ignotos para una edición pequeña. “Cuando la conocimos dijo que tenía algunas canciones con guitarra y algo que me sorprendió mucho fue que dijo: ‘Y también rapeo’. Cuando la escuché rapear me quedé fascinado, pero después cuando empezó a tocar me encantó su voz, la potencia que tenía”, recuerda el baterista Manolo, que la acompañó en ese show seminal y que luego, motivado por la presencia de esa adolescente que rapeaba y tocaba y siempre quería un poco más, empezó a ayudarla en la producción de un EP con canciones de hip hop de bases prefabricadas que ella subía directo a YouTube.
“Teníamos que eliminar todas las bases que ella había bajado y armarlas desde cero para que el copyright no se las bajara cuando quisiera subirlas a Spotify. Y en ese proceso de trabajo, ella agarraba la guitarra y tocaba unos temazos. Así que le dije vamos a la sala, yo acompaño con la batería, y ahí se empezó a volver loca con la guitarra, la distorsión, con la potencia de estar en una sala y sentir esa vibra. Y entonces lo que iba a ser el EP de hip hop empezó a quedarse un poco atrás. Algo lindo que descubrí de ella fue que le dije, bueno, vamos a conseguir a otro guitarrista así vos te ocupás de estar adelante, pero yo veía que ella quería ser la primera guitarra también. Un día llegué a su casa y estaba tocando arriba de temas de Megadeth. Le dije: ‘¿Qué onda Nina, te gusta Megadeth?’. Y me dijo: ‘Sí, me encanta y aparte me re sirve para practicar la guitarra’. No se cuántas horas practicaría al día pero en un año y medio ya se había convertido en un monstruo”.
Bajo el ala del Sello Laptra, y estos amigos entre 10 y 20 años mayores que ella, que por admiración y convivencia de alguna forma heredó de su madre, Nina Suárez fue formando una red creativa y de contención. Grabó y preparó su disco en Resto del Mundo, el estudio en Boedo de los hermanos Pipe y Tom Quintans, miembros de Bestia Bebé y 107 Faunos, donde se han grabado algunos discos fundacionales de esa escena. Y su incursión iniciática en un estudio, al contrario de lo que se podría pensar, no fue propiciada por sus padres, sino a través de una invitación de Santiago Motorizado, que la convocó para cantar “El fuego cálido”, una cumbia para la banda de sonido de la serie Okupas. “Esa fue la primera vez que grabé mi voz en un estudio y me re impulsó a grabar mis propias canciones”, dice Nina, que ya había conocido a Santiago en su faceta de actriz, después de protagonizar un video de El Mató a un Policía Motorizado donde interpretaba a una adolescente que vagaba triste por la ciudad buscando a su perro perdido. “Me identifica esa forma de hacer las cosas. Decir: ‘Estoy haciendo esto, ¿querés ser parte?’ Super amiguero, nunca había cantado una cosa así y salió al toque. También me entusiasmó que era como un juego: o sea, si tenemos estas condiciones, hay elegir a alguien, que sea una cumbia santafesina, que la letra sea así, para una escena donde pasa ésto ¿Qué podés hacer? Era como una prueba y creo que la pasamos.”.
JUEGO DE TRONOS
Innegablemente en el aura de Nina Suárez hay algo del desparpajo y la espontaneidad que remite a Laptra, o más bien, a esa generación que a principio de este siglo se armó su propia escena búnker e hizo de la autogestión una forma de hacer pero también una marca de estilo. Sin embargo, ni su voz, ni los tópicos de sus letras, ni su actitud parecen sobrevolar esa misma sensibilidad. Quizás por su juventud, parte de un recambio generacional con otras urgencias, quizás por su amor seminal a otras referencias –las que vienen del hip hop y del trap español–, o del gran reservorio atemporal que es internet, o de una adolescencia marcada por años de insólito aislamiento. En sus canciones apuesta por historias con temas, palabras incluso, más crípticos, por un clima inquietante y sugestivo que viene de lo cotidiano más allá de su celebración. En ese puñado de canciones se puede encontrar una extraña melancolía en un juego de rol online, una aura ominosa en los perros que ladran en el barrio cuando uno tiene el corazón roto, una escena de incerteza y posibilidad, o ambas, en una ciudad vacía en verano, o una frase como: Soy consciente del vacío y lo que hay en él/ Y eso me hace diferente o lo inventé/ para poder justificar que no hice nada otra vez.
La tapa del disco la dibujó ella misma: es una chica de perfil que empuña un cuchillo, su reversión del poster de The House of the the Devil, una película de terror de Ti West, y los singles son dibujos de juegos de mesa bélicos. “Siento que son todas las cosas que te gustan una al lado de la otra: un póster y al lado un muñequito. Es como el cuarto de alguien. Eso me gusta mucho”, explica ella. “Bueno, y el rap también me atraviesa y no lo puedo soltar. En un momento hasta pensábamos que este disco iba a ser una mezcla de estas canciones y las otras de hip hop que tengo. Después dijimos: ‘No, pará, vamos a organizarnos’. Pero yo creo que hay algo que quedó de ese rastro hip hopero en cierta actitud de cómo encarar las cosas”, explica Nina, que terminó haciendo un disco bien eléctrico, cancionero y distorsionado, donde su voz grave, expresiva, más desafiante que naive es la protagonista. Es una voz que tampoco remite a otras referencias que sobrevuelan su escena, como las que orbitan el shoegaze o el pop español, o las voces femeninas frágiles que surcaron los primeros años de esta década. Realmente, ni siquiera remite a la potencia de su madre, de quien de todas formas nunca reniega y, a diferencia de otros herederos del rock que buscan diferenciarse por oposición, ella constantemente celebra.
“A mi me gusta que sea una cosa como de Games of Thrones: este es el hijo de y tal, y todos se acercan a recibirlo. Me gusta verlo un poco de esa forma porque me divierte la idea de la batalla, de que hay algo con lo que pelear. No contra mi familia o lo que hicieron, que además sería una pelea perdida desde el principio, sino al revés, siento que quedaron cosas por hacer de alguna manera para Suárez o para mi vieja, que siempre estaba haciendo tantas cosas. Quedó algo ahí como un camino al que me gustaría seguir dándole batalla. Terminar la misión”, dice Nina, con convicción y ternura.
“También porque siempre los vi trabajar mucho a mis viejos y nunca los vi relajarse o decir che, tenemos esta plata para estar más tranquilos o pagarnos este gusto”, agrega, y recuerda que su madre no tenía guitarras eléctricas, sino unas lindas acústicas, pero nunca una guitarra como la que ella tiene ahora, por ejemplo. “Yo quiero poder algún día con mis amigos dedicarnos a tocar y tocar y tocar, es como una ambición que tengo. Ahí es cuando vuelvo a una cosa que creo que es una actitud más del hip hop, algo así como: 'Vamos a tener lo nuestro, vamos a hacerla bien, vamos a hacer que crezca esto de la tribu, que tengamos más cosas, que podamos trabajar de esto y disfrutar también'. Creo que a mi vieja le hubiera gustado disfrutar un poco más”.
GUÍA PARA ENLOQUECER
Un día antes de la muerte de Rosario Bléfari, durante el periodo más álgido de la pandemia, Nina y Fabio Suárez se tomaron un taxi a la Pampa. Hasta ahora, nadie en la familia sabía manejar. Bléfari vivía ahí desde hacía un tiempo, había vuelto a su casa familiar, una casa con huerta donde siguió escribiendo y abocada a pequeños proyectos creativos pero domésticos. Tenía cáncer y ya no soportaba Buenos Aires. Padre e hija lograron entrar a La Pampa, donde entonces solo había tres infectados y las restricciones eran extremas, con un permiso especial para despedirla. Pero no lo lograron. El segundo día de aislamiento obligatorio en un hotel los llamaron para darles la noticia, y entonces, a ellos aún les esperaban dos semanas más de encierro conjunto en una pequeña habitación con comidas que recibían debajo de la puerta. Así pasaron los primeros días del duelo. “Fue bastante traumático, ahora que lo pienso. Fue un montón: nos faltaban quince días de encierro y ya no tenía sentido. Creo que enloquecimos, al día ocho estábamos poniendo Nicky Minaj y fumando un porro a escondidas”, dice Nina, con un humor soleado que a pesar de todo nunca abandona.
Después de eso, ambos se quedaron allá dos meses, y ahí brotaron algunas de esas canciones guitarreras, flotantes y sugestivas que terminaron de fraguar Algo para decirte, el disco debut. “Yo me quedé en el cuarto de atrás donde estaba ella y no cambié nada. Parece que le daba frío y tenía todo el piso lleno de telas, un escritorio lleno de cosas, cositas que colgaban. Así que dije: ‘Voy a vivir así, igual a como está todo esto’. Y así estuve hasta que un día enloquecí y me hice una carpa en el patio, muerta de frío, no sabía qué hacer. Pero fue un momento de escribir mucho, meditar, tocar la guitarra. Fue lindo, importante para todo lo que está pasando ahora, me destrabó algo musical. Yo no quería que decaiga la sensación de hacer música y además ella estuvo haciendo cosas hasta el último momento: collages, un libro para tocar la guitarra para principiantes. Es como que cuando llegué estaba todo pausado nomas y sentí que tenía que seguir haciendo esas cosas. Estaba ese espíritu en el lugar, eso es lo increíble: ella era así y así dejó todo. Ahora salió el libro, que habla un poco sobre eso, sobre vivir haciendo nada y todo, mil cosas a la vez. Yo lo aplico en mi vida”, se emociona, refiriéndose a Diario de la dispersión, de su madre, editado por Mansalva.
Por esos días de duelo, pandemia y retiro, Nina Suárez recibió una invitación de la escritora Camila Fabbri para musicalizar un fragmento de una novela inédita. Fabbri era una presencia cercana para ella: la había dirigido, junto a Eugenia Pérez Tomas, en la obra ¡Recital Olímpico!, última experiencia teatral donde interpretó a una joven Nadia Comaneci. De esa colaboración literaria nació uno de los primeros singles con su firma. Se llama “Corrida al arco” y se lo menciona muy seguido en las notas que hablan sobre ella. Es un pequeño y perfecto haiku que podría condensar su espíritu y que dice así: Como cuando decís que no nos vemos por los perros de mi cuadra que ladran y no te dejan dormir bien/ Y en realidad sabemos que son ellos los que sueñan y nosotros enloquecemos.
“Nina extrajo lo más luminoso del capítulo y lo convirtió en una canción hermosa. Tiene una facilidad para sacar de cualquier lado cierta inspiración y la canción la hizo en un día, una cosa bastante demencial”, cuenta Camila Fabbri. “La conocimos tan jovencita y tímida y luminosa. Además de su trabajo actoral cerraba la obra cantando una versión propia de ‘Himno de mi corazón’, de Los Abuelos de la Nada y ese momento era una especie de cierre de oro. Lástima que el teatro tiene eso: no se puede reproducir”.
Nina Suárez cuenta que cuando empezó a tocar sus primeras canciones con sus amigos y probar sus primeras cervezas tuvo una revelación: las canciones están por sobre todas las demás cosas, sobre uno mismo, a veces, incluso. Quizás por eso, justo el día después de su concierto de presentación se separó de común acuerdo de una relación impresionantemente larga. A pesar de su juventud, convivía con una novia desde hacía cuatro años. En medio de una crisis de pareja, quiso redirigir toda su energía, la oscura y la vital, a ese ejercicio de artesanía suyo, que hereda y renueva, que de alguna manera, la excede. El concierto la ayudó a decidirse.
Esa noche un pogo espontáneo se armó en el centro del bar con esas canciones estrenadas hace poquísimos días. Y una batidora generacional se encargó de mixear en el público a chicos muy jóvenes, de su edad, y músicos de bandas longevas, de varias épocas, en una comunión extraña pendiente de un hilo sin duda mucho más misterioso que el tiempo. “Nunca le hice nada a la casa. Y ahora que estoy sola quizás me impresione verla vacía pero quiero que la sala sea todo un estudio gigante, que la compu quede en el medio, que todo sea un estudio-casa. Sí, eso, que todo sea para esto”, dice Nina, el café aferrado con las dos manos como un tesoro, feliz. “Te dije, ¡estoy enloquecida!”.