La escena sucede el 15 de marzo 1892. Un grupo de unas doscientas personas se traslada hasta el cementerio de Salto; encabezados por Rafael Hernández, hermano y albacea del autor del Martín Fierro, portan una corona de bronce formada por dos gajos de hiedra y una rama de laurel unidas por un lazo, que simbolizan la amistad y unión de todos en la Idea. Provenientes de toda la provincia, acuden, solemnes, a rendir homenaje a Pancho Sierra, el Gaucho Santo que había muerto el diciembre anterior. Pero sobre todo van para capitalizar su figura.
Francisco Sierra había nacido el 21 de abril de 1831 en Salto, de una familia acaudalada de estancieros. Según su sobrino, el médico psiquiatra Adolfo Sierra, sucesor de José Ingenieros en la cátedra del Instituto Nacional del Profesorado, hacia mediados de siglo Pancho había cursado varios años de medicina en Buenos Aires. Pero un desengaño amoroso -otros cifran en la muerte de su madre la decisión- lo hizo retornar a la estancia El Porvenir, en el pueblo de Carabelas, entre Rojas y Pergamino, donde se recluyó y al cabo de un tiempo, en el que se lo dio por loco, reapareció convertido en hombre santo. Era 1872.
Ese año había sido sacudido por la matanza ritual de 37 extranjeros sucedida en Tandil, inspiradas por un sanador de nombre Gerónimo Solané, conocido como “Tata Dios”. Y sería el año de aparición del Martín Fierro y de la derrota definitiva en la batalla de San Carlos de las huestes de Calfucurá, que asolaban la provincia desde hacía cuatro décadas. Por lo demás, el terror de la fiebre amarilla y los descalabros de la Guerra del Paraguay, así como las disputas por el control de la provincia entre alsinistas y mitristas, donde militaba un tal Juan Moreira, hacían que la búsqueda de refugio espiritual fuera una necesidad de primer orden. El Porvenir se transformó en una romería permanente; gente de a caballo, en carros, en coches, iban de toda la provincia a buscar consuelo y curación, cuando no ayuda material, que él jamás negaba.
Carisma y clarividencia eran sus dones, que acompañaba con una apostura que, cristalizada en imágenes apócrifas, llega hasta el presente configurando un tipo específico de figura sacra. Un texto de época lo describe así: “Su barba y cabellos prolongados y abundantes, enteramente blancos y de un brillo como de finísimas hebras de plata, ondeaban desaliñados por la brisa cuando paseaba solitario entre las plantas de su jardín, y formaban como una aureola, encuadrando su blanco rostro iluminado siempre por un tinte de melancolía y bondad. Su palabra siempre suave, reposada e ingenua, acentuaba más su aspecto venerable de profeta. Su talla mediana, delgado de cuerpo, respiraba bondad y una apacibilidad de espíritu que transmitía a todos sus actos. Tenía un marcado parecido a Guido y Spano, y como él vestía siempre trajes ampulosos, bombacha, camisa criolla, llamada garibaldina, ancho sombrero, poncho y manta de vicuña”.
En su accionar conjugaba la dádiva de sus bienes, que repartía a quien los necesitara, y la cura de enfermos y desahuciados con métodos propios de la fe popular tradicional. Según los testimonios, solo utilizaba “agua magnetizada” proveniente de un aljibe desvencijado de su chacra, pero sobre todo apelaba a su poder de sugestión, que ejercía mediante la palabra: órdenes y amenazas sabiamente mezcladas en su tono amable producían conmociones sanadoras en aquellos que, llevados por su fama, iban en busca de sosiego. A veces -solo en casos extremos- practicaba la imposición de manos, pero jamás recetaba remedios, y solía concluir sus actuaciones mágicas indicando a sus pacientes la pronta visita a médicos. Es decir, distaba del curanderismo, usual en la campaña, y de los métodos propios de hueseros, machis o payés. En todo caso, aunque él no lo sabía, emulaba a los curas carismáticos, corriente interna del catolicismo que canaliza la intercesión de Dios en términos materiales a través de personas purificadas, consagradas.
A Pancho Sierra se le atribuyen sanaciones milagrosas claramente inspiradas en relatos bíblicos, como hacer caminar a paralíticos o revivir algún niño muerto, aunque lo usual era la mera hidroterapia, por lo que fue llamado también “el médico del agua fría”. Poseía el don de la clarividencia: adivinaba el mal que aquejaba a quien apenas llegaba a la tranquera de su estancia, y no pocas veces desestimaba las consultas antes siquiera que se hubieran apeado: “demasiado tarde has venido”.
Cosme Mariño, Director de El Rio de la Plata junto a Rafael y José Hernández, y luego de La Prensa, es prácticamente la única fuente directa con que contamos, que dejó testimonio de algunos de los casos que presenció. Adepto como aquellos al incipiente Espiritismo, hacia 1880 había fundado la revista Constancia, de difusión de las nuevas doctrinas kardecistas que ponían en diálogo a los muertos a través de seres elegidos mediante operaciones más o menos fantásticas. Mariño alegaba “Mediumnidad Curativa” en Pancho Sierra, es decir, la capacidad de invocación de espíritus que operaban a través suyo en la sanación del “cuerpo astral” del dañado. Aunque, admitía, él jamás se había proclamado devoto de la nueva doctrina.
Aquel homenaje apresurado protagonizado por los espiritistas venía a coronar la operación de apropiación de su figura por parte de los nuevos saberes esotéricos, que entraban en disputa por la sucesión de aquel capital simbólico de gran ascendente social. En el impreso que se repartió en la ocasión se leía: “La mayoría de los que se titulan discipulos de Pancho Sierra no son tales, sino simples explotadores, gentes sin oficio ni beneficio, que solo se proponen vivir a costa de la credulidad general”. “Es indudable que los tales poseen alguna influencia de mediumnidad curativa, pues a veces realmente curan, pero en la mayoria de los casos fracasan e impiden que otros sistemas cientificos intervengan en su oportunidad”. Aludían a la “Madre María”, María Loredo de Subiza, una española que, desahuciada, fue hacia él en busca de la cura de un tumor. Al verla, dijo: “Hace mucho que te estaba esperando”. Y, en ese, su único encuentro, le vaticinó que iba a ser su sucesora. “No tendrás más hijos de tu sangre, pero tendrás miles de hijos espirituales”. Poco antes de morir, Pancho Sierra anunció: “En la tierra os dejo a María, algún día ella trabajará, como hice yo, para ustedes”.
Dueña de una voz balsámica, vestida de blanco impoluto, María comenzó su apostolado en Buenos Aires recorriendo los conventillos, ayudando a los necesitados. Tras un día entero de oración arrodillada frente a una imagen del Sagrado Corazon, decidió hacer del comedor de su casa un oratorio para retomar la misión de Pancho Sierra. Fueron miles sus seguidores; entre ellos figuraban Hipólito Yrigoyen y Manuel Ugarte. Su don de sanación la llevó más de una vez ante los tribunales acusada de ejercicio ilegal de la medicina, siendo siempre exonerada. En un momento María desplazó su santuario a Turdera, donde predicaba junto a sus “apóstoles”, y luego a Temperley, donde falleció en 1928. “No la adoramos como una santa, sino como a una guía espiritual”, argumentan sus devotos. Entre ellos su sucesora, la hermana Irma.
El libro de Eva Romero de Torres, El gaucho de Dios, recoge textos de la propia Hermana Irma de Maresco, donde coloniza el relato biográfico de Pancho Sierra con rasgos cristianos en abierta disputa con la apropiación espiritista. Por ejemplo, crea el clásico argumento de salvación del niño Francisco de una enfermedad mortal debido a la devoción de la madre que lo ungió con laurel consagrado. O atribuye el desengaño amoroso de juventud al amor prohibido de una prima, de nombre Nemesia, que, engañada por unas tías celosas la separaron para siempre de Pancho y acaba muriendo cuando él descubre la artimaña. Es decir, padecimiento y redención, que siempre está atravesada de textualidad bíblica, bien diferente de todo lo que conocemos como testimonios de época sobre el Gaucho de Pergamino.
La iluminación de su destino, según la Hermana Irma, sucedió en viaje a Luján, de paso por el santuario de la Virgen, donde tuvo un encuentro con un anciano fantasmagórico que le anunció la muerte de la amada y la misión que tendrá como destino, escena que se repite en otra ocasión, en que la voz de la aparición le dicta la que será su oración sanadora, una paráfrasis del Padre Nuestro. En algún momento, Irma lo vuelve exorcista: “muchas veces, encontrándose atendiendo gente junto al aljibe, se detuvo de golpe y con paso firme se lo vio subir al altillo y hablar en voz alta allí encerrado; también se escuchaban rebencazos o lonjazos que el taumaturgo desataba sobre los muros del misterioso lugar. Luego de varios minutos descendía y continuaba ayudando a los creyentes. Al ser preguntado sobre a quién gritaba, respondía: A los demonios que saco de encima de ustedes, a esos potros de espíritus rebeldes que más de una vez vienen sobre sus cuerpos”.
La disputa por la sucesión de Pancho Sierra tuvo varios capítulos textuales, que fueron languideciendo con las décadas junto a la disminución de la popularidad del Espiritismo. En 1922, por ejemplo, un tal José Nosei publica en Lanús las “comunicaciones” que desde el más allá hacía Pancho Sierra a través de mediums, que transmite su biografía, no exenta de datos érroneos. Tal vez el último coletazo de ese intento de apropiación por parte de los espiritistas fue "Pancho Sierra, El gaucho santo de Pergamino", de 1952, escrita por un tal “Ignotus”. “Seudónimo de un eminente Médico Naturalista y profesor de Ciencias Ocultas”, que repite las comunicaciones anteriores. En 1974, Lucas De Mare hizo la versión cinematográfica de la Madre María, con guión de Roa Bastos, que actualizó el mito. Mientras tanto hoy, cada domingo, en la bóveda de la Hermana Irma, su hijo, el Hermano Miguel, recibe a centenares de fieles que acuden en busca de la sanación, a través del más puro cristianismo popular de Pancho Sierra.