Más allá de la cuestión de su origen africano –continente cuya producción cinematográfica no suele llegar hasta estas costas y que, por esa misma razón, puede antojarse como algo exótica– la ópera prima del tunecino Mohamed Ben Attia juega en ligas narrativas relativamente tradicionales: en su relato acerca de un joven inmerso en una disyuntiva que puede alterar completamente su futuro personal pueden apreciarse algunas de las mejores armas del cine “autoral” a la europea. Hedi (el nombre del protagonista y, a su vez, el título internacional de la película), habitante de la ciudad de Kairuán, en el noreste de Túnez, parece haber vivido toda la vida bajo la sombra de su madre, figura de poder y autoridad a la cual el término matriarca le queda chico, y la de aquel hermano mayor que ha emigrado a Francia en busca de mejores oportunidades, casándose y formando allí una familia. El muchacho trabaja como vendedor en una concesionaria de vehículos Peugeot, donde parece irle relativamente bien en términos económicos, y está a punto de desposar a una bella joven a la cual apenas si conoce, en un típico caso de matrimonio convenido con antelación (y conveniencia) por ambas familias según el ritual musulmán local.
Pero (y aquí ese “pero”, bajo el disfraz de la casualidad, es esencial al nudo del conflicto), durante un viaje de trabajo temporario a una ciudad costera cercana, Hedi conoce a otra mujer. Rym es una empleada del hotel donde se aloja, encargada de entretener a los huéspedes con juegos y bailes, por la cual comienza rápidamente a sentir cosas completamente inesperadas y desconocidas, encendiendo las primeras luces de la pasión y abriendo un resquicio para una libertad que le parecía vedada. En otras manos o con otras intenciones, la misma historia podría haber zigzagueado hacia el terreno del sentimentalismo, el melodrama convencional y/o hacia un típico relato “exotista” sobre los lastres culturales que las sociedades imponen a los individuos. El mayor logro de Ben Attia –cuya película participó de la Berlinale hace dos ediciones, llevándose a casa dos premios importantes, entre ellos el de mejor ópera prima– es haber logrado un relato que concentra gran parte de su potencia en los detalles. Un film que logra ir más allá de los mojones que el guion disemina como puntos de quiebre o del vaporoso suspenso que el realizador maneja hábilmente para mantener atrapado al espectador.
No parece casual que la película haya sido producida, entre otros nombres oriundos de varios países coproductores (Francia, Bélgica, Qatar y los Emiratos Árabes) por Jean-Pierre y Luc Dardenne: en La amante puede apreciarse la influencia del ethos de los famosos hermanos belgas, pacientes constructores de psicologías y sociologías, cultores de las decisiones éticas personales como centros de irradiación narrativos. Quizá como homenaje, hay diseminados por aquí y allá dos o tres de sus famosos “planos-nuca”, mientras la cámara sigue a su protagonista por los pasillos y playas del hotel donde se juega el inicio del resto de la vida de Hedi. Una breve conversación entre los amantes durante uno de sus paseos (que tiene lugar, no ingenuamente, muy cerca de un cementerio), el guion introduce ligera pero firmemente el contexto político. En diciembre de 2010, a raíz de un estudiante auto inmolado por las condiciones sociales imperantes, Túnez fue el primer país del universo árabe en ser testigo de una convulsión social de relevancia en tiempos recientes, conocida posteriormente como la Revolución de los jazmines. Hedi afirma en ese momento haber estado presente, pero, más allá de ese detalle casi anecdótico, de allí en más es imposible no apreciar la historia como una metáfora personal e íntima acerca de la lucha por las libertades (individuales y colectivas) de todo un pueblo.