La muerte prematura de dos conocidas personas del mundo de la moda y el espectáculo ha reavivado la polémica acerca de las consecuencias de prácticas médicas tendientes a lograr la imagen deseada con consecuencias terribles sobre la salud y la vida de tales sujetos.

Desde el psicoanálisis resulta siempre dificultoso hablar de víctimas y victimarios, en tanto sostenemos que el Otro no existe, que el Otro está barrado, y por lo tanto, la total atribución a un individuo de la responsabilidad absoluta por las consecuencias de un acto pactado con el otro, deviene cuanto menos problematizable.

En los casos aludidos, un mismo profesional de la medicina habría aplicado en el cuerpo de los damnificados un producto que a priori habría causado un grave daño en la salud de los receptores, al punto de desencadenar su fallecimiento.

Me interesa en este punto situar tres cuestiones: en primer lugar, el alcance de la responsabilidad médica; en segundo lugar, la culpa social y por último, la responsabilidad subjetiva.

Los médicos tienen, de acuerdo a la legislación vigente, una responsabilidad de medios: están obligados en su práctica a “elegir los medios más adecuados o prósperos” para lograr el resultado salud, escogiendo el tratamiento más útil o conveniente, los procedimientos terapéuticos y clínicos más actuales y reconocidos, así como también el empleo de los elementos técnicos o farmacológicos más novedosos por su efectividad, en función de las particulares circunstancias del paciente y de la enfermedad de la que se trate.

El empleo del llamado consentimiento informado, documento que los médicos o las instituciones de salud hacen firmar al paciente frente a una determinada práctica a llevarse a cabo, colisiona con el hecho de que en la enorme mayoría de los casos el firmante desconoce de qué se trata dicho consentimiento, y las posibles consecuencias del procedimiento en cuestión.

En este aspecto, el médico no compromete o asegura el resultado salud, sino que se obliga a la elección de los medios más adecuados para alcanzar esa finalidad. Entonces, frente a un reclamo judicial, recaerá sobre el actor (el paciente) la carga de la prueba, es decir, probar que el resultado no logrado es atribuible al profesional interviniente, por no haber elegido la terapéutica o el tratamiento más adecuado y eficaz.

Uno de los ámbitos en donde la responsabilidad profesional del médico no es de medios, sino de fines, es aquel en el que se trata de intervenciones quirúrgicas de embellecimiento estético. En ellas puede sostenerse la existencia de la consecución de un resultado específico, querido, buscado y acordado entre el paciente y el profesional médico.

Ahora bien, esto no exime al médico de la obligación de utilizar los medios científicamente avalados, sino que le suma a ello el compromiso de obtener el resultado prometido.

El daño a la salud consecutivo al empleo de medios cuestionados en el ámbito científico, sumado al incumplimiento de la obligación de fin, incrementa por tanto la responsabilidad del galeno.

Respecto a la culpa social, asistimos desde hace años a la imposición del requerimiento estético como condición para alcanzar la felicidad. Y si bien en los últimos tiempos asoman vientos de cambio en este sentido, aún persisten con inusitada virulencia los mandatos de delgadez, de senos turgentes, colas firmes, ausencia de arrugas y cabellos relucientes, llevando a hombres y mujeres a someterse, no sólo a intervenciones quirúrgicas de todo tipo, sino también a dietas absurdas o a prácticas deportivas de alta exigencia no acordes a la edad o al estado físico de las personas.

Borrar las huellas del paso del tiempo; lucir siempre jóvenes, ofrecerse a la mirada como objetos de deseo anclando casi con exclusividad en una imagen brillante y atractiva, parecen seguir siendo las claves para el éxito.

Niñas que desprecian la antigua “fiesta de 15” canjeándola por una cirugía de senos, jóvenes que dedican horas al gimnasio para lograr la tan ansiada figura musculosa y viril, hombres y mujeres que bordeando la tercera edad se desviven por recuperar una imagen idealizada de sí mismos, más cercana a los treinta y pico que a lo que el calendario les anuncia.

Y aquí abordo entonces el tercero de los puntos planteados al comienzo: la responsabilidad subjetiva, frente a las decisiones que tomamos cotidianamente.

Nadie, ni en el ámbito laboral, ni en una práctica médica, ni en las relaciones de amistad, ni siquiera en el amor, “nos hace” lo que no permitimos, lo que no consentimos y hasta diría, lo que no propiciamos.

Como señalaba previamente, asumir una posición de “víctima” de un otro al que le atribuimos un poder absoluto sobre algún aspecto de nuestra vida, no sólo es consecuencia de la ausencia de implicación en eso que nos sucede y por lo que padecemos, sino que además es una trampa mortal que nos sumerje en la impotencia y en la imposibilidad de salir de ese atolladero.

El fantasma, ese que determina la estructura de la relación que mantendremos con el otro, nos lleva a buscar a ese parteneire que sólo oficiará como un títere de nuestro propio drama, del guion preestablecido por nuestras coordenadas inconscientes.

Recordar una vez más la inexistencia del Otro sin barrar, su incompletud, y la propia castración, resulta el único camino posible para la neurosis de desprenderse de sus sufrimientos.

El yo, esclavo de sus ideales, lugar del engaño, pobre tipo, se afana por adecuarse a aquello que supone lo va a convertir en el objeto del amor, de ese espejismo de completud renegatoria.

En este camino, su apuesta a la imagen ideal de sí mismo puede conducirlo al dolor, a la enfermedad o a la misma muerte.

Si el profesional médico ha incurrido en prácticas que transgredieron la legislación vigente, causando un daño irreparable en la salud de sus consultantes, deberá responder ante la justicia.

 

Y nosotros, como parte de una sociedad que sólo valora imágenes atractivas, en la que la palabra está devaluada o reducida a unos pocos caracteres, o que todo se resume a la foto de un instante, somos asimismo responsables de seguir aportando a la consolidación de esos ideales, o somos actores fundamentales en la deconstrucción de modelos que sólo conducen a la discriminación, a la humillación o incluso, al sacrificio. 

Andrea E. Homene es psicoanalista.