El sintagma “batalla cultural” resuena en los discursos de Javier Milei y de los integrantes de La Libertad Avanza (LLA). Si buscan la palabra en Google, quien domina al algoritmo es Agustín Laje, politólogo libertario y antifeminista, que escribió un libro llamado precisamente así: “La batalla cultural”. No sale primero Antonio Gramsci ni su teoría sobre hegemonía. Tampoco es palabra ligada exclusivamente al campo popular, que supo darle músculo durante los gobiernos de Néstor y Cristina Kirchner. En aquella década fue robustecida a través de políticas sociales y culturales que, compartidas o no, lograban marcar agenda. No sólo eso, también trazaban un horizonte para los propios, que renovaban su fe y su compromiso activo ante cada acción política. Una batalla comunicacional que se “sustentó” con la favorable situación económica, pero que también entendió los desafíos que la época le demandaba. Quedarse bajo la óptica del determinismo económico puede obturar un análisis integral, tanto de aquella época como sobre la de ahora. Una alta inflación, un dólar disparado y un alto porcentaje de pobreza pueden justificar la pérdida de votos del oficialismo, pero con respecto a los obtenidos por Milei, no explica la victoria en su totalidad. Si no, ¿por qué LLA obtiene esa mayor adherencia y no otro partido de la oposición?
Justamente, como ellos sostienen, en parte por la batalla cultural que emprendieron. Que no se trata de traducirlo en simplismos comunicacionales ("usaron mejor las redes sociales"). Pese a quien le pese, LLA logró captar un clima de época, armar una narrativa y construir significantes con los que gran parte de la sociedad pudo identificarse. Escucharon el murmullo de los descontentos, que veían que la política no les solucionaba los problemas cotidianos. Una política estática y del posibilismo que se quedó hablando sola frente al espejo. Sentimientos que pesaron en votantes del oficialismo sobre su dirigencia política, de la que esperaron más audacia a la hora de gobernar. Allí permeó el discurso libertario, con el que Milei logró legitimarse como el candidato disruptivo. Como dice el periodista Carlos Pagni: “conectó con una sociedad que siente que la clase política le hace bullying”.
Emergente o resurgido, a Milei le "calzó” perfecto el clima de época, de derechas desinhibidas, que corrieron el debate al extremo y que ¿obligaron? a las fuerzas de centro o de izquierda a moderar el discurso. Trump en EE.UU, Bolsonaro en Brasil, Vox en España, y otros más, que, de tanto esmerilar, lograron legitimar discursos que eran impensados de escuchar. Por algo, las redes sociales fueron el mejor vehículo por donde comenzaron a circular estos mensajes que solían ser excluidos en espacios comunicativos tradicionales. Milei no ganó porque usó mejor las redes, sino porque hay algo de la politicidad de estos espacios que le caen como anillo al dedo a este tipo de narrativas. El libertario encaja con la época, pero sobre todo sintoniza. Habla en contra del establishment, los políticos, los “empresarios prebendarios” y el "micrófono ensobrado”. Saca a relucir sus antagonistas, la mayoría históricamente cargados de valoración negativa en el imaginario social. Monta un discurso polémico, pasional y confrontativo. En definitiva, un discurso político, que genera representación y sentido de pertenencia. Al contrario de otras expresiones, que, en un fundamentalismo racional y equilibrista, diluyeron su identidad. Sostiene la filósofa Chantal Mouffe que no es posible concebir un debate político sin conflicto ni confrontación y que la negación trae como consecuencia la imposibilidad de pensar y actuar políticamente.
Milei construyó significantes sobre sedimentos culturales que se arrastran hasta hoy y que impregnan en el sentido común. Edificó el concepto de “casta política” que toma fuerza ante el mal desempeño de los dos últimos gobiernos, que justamente fueron encausados por los dos espacios que hoy compiten contra él. Una construcción que se tonifica luego de un pasado reciente de bombardeo mediático sobre causas de corrupción política. Habla de “parásitos del Estado”, una representación de antaño con la que busca que trabajadores del sector privado e informal confronten. Construye esas consignas y las grita a cuatro vientos. Es decir, además de todo, le agrega emocionalidad. Dice un joven votante de LLA, que Milei "habla de frente y sin vueltas". Puede ser un acierto, pero también refleja que, en tiempos de inmediatez y sobreinformación, los consignismos y los impresionismos calan más fuerte que el debate profundo.
¿Qué pasa en estos días que el libertario tiene que explayarse para explicar cómo va a hacer cada acción que proclama? Ahí se abre un escenario que puede ser aprovechado por el oficialismo para la profundización de la discusión política. Necesaria para involucrar a sectores adormecidos o que no votaron, ya sea por desencanto, monotonía u otro factor que la dinámica política ocasionó. El devenir de una campaña del miedo suena siempre como primera opción, pero habla más del otro que de las acciones propositivas de uno. Más que centrarse en la imagen del libertario, habrá que apuntar a las representaciones y las búsquedas que parte de la sociedad hace sobre él. La práctica política debe lograr definir el horizonte, ser creativa y reflotar la identidad propia. Pero sobre todo debe reconquistar el ánimo de un electorado que necesita salir de la apatía y la depresión, lugar en el que anidan los mercaderes del oportunismo. Debe reemprender una batalla cultural que conecte con la historia del campo popular.
* Licenciado en Comunicación UBA