Desde Dublín
“Se dice que hay más de un millón de personas enterradas en el cementerio de Glasnevin, a tan solo metros del pub, incluyendo las decenas de miles de los que fueron tirados a la «fosa del Cólera». Varios camareros aseguran haber visto cosas que no pueden explicar”.
El pub lleva el nombre del que lo fundó hace más de un siglo: John Kavanagh, pero todos lo conocen como Gravediggers, porque eran justamente los grave diggers, los sepultureros, quienes lo frecuentaban en sus descansos o cuando terminaban el día.
Da a la calle y es oscuro, como todos los pubs en Irlanda, pero lo que lo hace especial es la pared del fondo. A simple vista es una pared común y corriente, y si el bar se llena, hasta puede pasar desapercibida. Tiene algunos cuadros, unos estantes angostos a la altura del pecho para apoyar los vasos, una franja de pintura oscura sobre el piso para que no se noten las marcas de los zapatos, y no mucho más.
Pero en esa pared están las dos puertas clausuradas. Eso es lo que hace que el Gravediggers sea único: las dos puertas de la pared del fondo.
Son bajas, bastante más de lo normal, no tienen picaporte ni cerradura, y están pintadas con el marrón oscuro que se usaba cien años atrás. Antes se abrían. Hoy, aún dejan pasar el frío que viene del otro lado, un frío húmedo, y el olor de la tierra mojada, que también se cuela por las rendijas. Las clausuraron con un par de listones, que pintaron con el mismo marrón, y les pusieron unos candados que están oxidados de tan viejos.
Los vecinos que van al bar las miran y bajan la vista, sobre todo los ancianos. Porque detrás de las puertas y detrás de la pared, yacen los muertos del cementerio del barrio de Glasnevin.
Tiempo atrás, cuando todavía se abrían, eran los sepultureros los que usaban las puertas. Dejaban las palas y las carretillas del otro lado, se sacaban el barro de las botas, se limpiaban la nariz y la transpiración, y entraban al pub. No les molestaba encorvarse para atravesarlas, porque estaban acostumbrados a esa posición. Se quejaban de que las horas eran largas y el día se les hacía interminable. Siempre se quejaban de lo mismo y siempre andaban serios, porque eran tiempos de cólera, de fiebres, de gripes, de hambre… y de fosas comunes. Y las dos puertas bajas, para ellos, eran volver a la vida, aunque más no fuese por un rato.
El barman es el dueño del lugar. Es un tipo serio, entrado en años, y anda de camisa y corbata. Él también baja la mirada cuando deja su mostrador para buscar vasos sucios y las puertas le hacen frente.
Y en la punta de la barra y siempre de espaldas al fondo, un señor de traje gris oscuro habla solo. Entra al mediodía, con su boina a cuadros y la sonrisa que lleva uno cuando llega a un lugar que le gusta. Saluda a los vecinos con algo de vergüenza, porque recuerda en partes la borrachera de la noche anterior, y se ubica al final de la barra. Siempre está solo y siempre se queda parado en el mismo lugar. Tiene la voz aguda, los ojos vidriosos y el hablar arrastrado de los viejos. No necesita pedir cuando llega porque el barman sabe que toma Guinness. Saborea la primera mientras mira a la gente con luz en los ojos. No se pierde ninguna cara, los que entran, los que conversan en voz baja, los que van al baño.
Pasada la tercera cerveza, se le empiezan a aparecer las almas de los muertos. Son personas iguales a las reales, pero se mueven con una lentitud extrema. Se levantan de sus mesas, se acercan, chocan el vaso del señor para brindar, le dan conversación y lo escuchan. Y cuando se alejan, lo hacen con la cabeza gacha, y el señor no entiende por qué andan tan tristes.
A eso de las cuatro de la tarde pide la última cerveza, pero son las nueve y sigue ahí. Cuando llega a las diez u once pintas, su perorata se vuelve elocuente. Gesticula, asiente y niega, y le comparte al barman las historias de ínfulas independentistas que le cuentan sus compañeros invisibles.
El dueño del pub repasa la barra con un trapo rejilla y le cree, porque cree en los muertos, y le envidia la capacidad de ver más allá, y le sirve sin pedirle permiso cada vez que le queda un culo en el vaso. Solo le cobra los tres primeros, e imprime un recibo por el total, porque a veces hay que mostrárselo a la mujer.
La mujer es la esposa del señor de traje gris oscuro y, de tanto en tanto, va a buscarlo al bar antes de que cierre. Entra apurada y sin saludar y se va derecho al final de la barra. Se la agarra con el barman mientras se lleva al señor de un brazo, pero se le ablandan los ojos cuando ve el recibo: tres pintas. No lo estafaron a su marido. Paga con unos euros que saca de un monedero y acompaña al hombre hasta su casa, cincuenta metros más allá. Lo acuesta y lo tapa, todavía escuchando sus historias y diciéndole que sí a todo. Y al día siguiente, cuida que los nietos no hagan demasiado ruido para que el abuelo descanse.
Los muertos de Glasnevin van y vienen en el Gravediggers. Tienen un lugar donde verse las caras, nomás al límite del jardín donde los enterraron. Eso les conviene porque sienten las piernas pesadas y prefieren caminatas cortas. Se levantan y fuman. Se vuelven a sentar y apoyan los codos en las rodillas. Muchos no hablan, miran a su alrededor con cara de no entender, como si se hubiesen despertado de un sueño y no supieran dónde están. Pero algunos dialogan entre ellos, se reconocen del barrio, de las asambleas de décadas pasadas, de revoluciones, guerrillas, escuelas, viajes. Y lo que más aprecian es la comunicación con el otro mundo, que les parece irreal, con ese señor de traje gris oscuro que se para al final de la barra y les da charla todas las tardes.