Nos pasa con nuestros seres queridos, que al morir se llevan con ellos los lados oscuros de su existencia y le abren campo a la memoria de los luminosos. Así será con Fidel: frente a la sombra tenebrosa de la Isla de Pinos, la caza de opositores, la restricción de libertades, el enriquecimiento y control por parte de la burocracia, crecerá la leyenda dorada. Iremos recuperando el recuerdo vivo, el latido entrañable, de la rebeldía en el Moncada, la audacia en el Granma, las campañas de alfabetización, la dignidad frente al imperio, la energía de un pueblo en la zafra, los hospitales para todos, la identidad por fin de la América Latina y su presencia en el mundo, conquistadas en una isla tan pequeña y tan enorme.
Es de perogrullo que el poder corrompe, y Fidel no pudo librarse de esa máxima. Pero aquí está la paradoja: eludir la responsabilidad de asumir el poder después del triunfo, ¿no habría sido un pecado aún mayor? La única ética posible en la rebelión es alcanzar el poder. Si no gobierna lo nuevo, seguirá dejándole el control a lo obsoleto. De ahí que desentenderse del poder implica un acto de cobardía, y seguramente de traición.
Y ahí vuelve a abrirse la boca de la trampa: no por ineludible deja de ser sucia la realidad del poder, que degrada y corrompe.
Pero pese a todo, y pese al enorme y doloroso peso de ese pero y de ese todo, yo digo que CUBA SIGUE SIENDO NUESTRO MEJOR SUEÑO.
Con toda la ambigüedad que la palabra sueño entraña: Sueño entendido como meta y destino, como reto, como paradigma, como alegría, entusiasmo y coraje colectivos. Y también: sueño entendido como nebulosa, como distancia de la realidad, como acechanza de lo que pudo haber sido y no llegó a ser, como nostalgia de lo que aún no se ha logrado.
Fea y marcada por astros adversos, esta era que se abre con el ascenso de Trump y el deceso de Fidel.
* Escritora colombiana, autora de las novelas Dulce compañía y Delirio, entre otras.