Ansiar fantasmas es una forma de desesperación. Nos negamos furiosamente a que el fin sea el fin y necesitamos creer, al menos literariamente, que hay un más allá. Aun si nos espantan, las apariciones espectrales nos dejan un goce: hay algo más que esto, que el aquí y el ahora, que el mundo fáctico, físico y material, con sus finitas combinaciones tediosas. Los 24 cuentos de fantasmas de fff marcan el retorno de Gustavo Nielsen, luego de más de una década sin publicar. Este libro, editado por Aurelia Rivera, fue concebido en pandemia, en esos largos meses en que amigos y familia se habían fantasmatizado, convirtiéndose en efluvios de las pantallas de nuestros dispositivos.

“Mi mamá murió en pandemia”, nos cuenta Nielsen, “entró al hospital y no la pude ver. Recibí sus cenizas. Ahí fui consciente, por primera vez, de que me podía morir”. Quizás esa súbita noción de finitud fue la premisa que disparó la exploración que significa fff (frágil fantasma fabuloso): un recorrido a través del los caminos que comienzan después del final y del modo en que perdura lo que se fue. Este volumen, como una casa embrujada, está atiborrado de fantasmas, pero no se trata de fantasmas truculentos que saltan a la yugular; hay un ejercicio de sutileza en Nielsen que hace que sus cuentos revisiten y expandan el género consagrado.

Uno de los preconceptos más agotadores de los cuentos de fantasmas viene de cierta fetichización gótica del pasado, y se manifiesta en la creencia de que para aparecer los fantasmas necesitan de castillos, abandonadas mansiones decimonónicas o antiguos cementerios: los fantasmas de Nielsen tiran todo esto por tierra, y asientan sus apariciones en la diurna cosmópolis. Tal como en Fantasmas del siglo XX, de Joe Hill, los fantasmas de Nielsen están entre nosotros, y no necesitan intrincados parajes para emerger. Pueden esperarnos en el tren Mitre, en cualquier vagón lleno de gente, o saludarnos desde el árbol del jardín de una casa cualquier tarde, o reclamarnos un like desde el streaming de un blog. Y justamente, cuando hay relámpagos en la noche neblinosa, y los gatos callejeros huyeron y se corta la luz en el PH invendible que compraste a mitad de precio porque alguien murió en condiciones siniestras en una de las habitaciones, como en el magnífico cuento “El Fantasma Invisible”, puede ocurrir que no pase nada de nada, a pesar de que la luz de las velas estiren las sombras por las manchas de humedad de las paredes.

¿Es indispensable que los fantasmas nos den miedo? Con esta pregunta los fantasmas de Nielsen lidian con suma gracia, porque en fff queda escindida la espectralidad de su frecuente, y ya casi naturalizada, función de terror. Si bien estos relatos presuponen cierto advenimiento de lo extraño, y con eso pueden generar una incomodidad, un éxtasis o un clímax de tensión, los fantasmas de Nielsen no vienen fundamentalmente cargados de iniquidades ni ansían ser los ejecutores de lascivas villanías ni venganzas atroces. A veces un fantasma solo quiere ser visto, o hacer algo una vez más, o dejar dicha una cosa, saludar, sonreír, o no sabe todavía que es un fantasma y quiere simplemente estar, persistir, jugar a que está vivo un rato aunque esa vida no sea más que un tic espectral y evanescente.

Emancipados de su vínculo chabacano con el terror y lejos de tener que cumplimentar el concierto de maldades ya sabidas, los fantasmas empiezan a ejercer otros signos y transportar significados más sutiles: una sutileza no tan frecuente en el género. Es así que los cuentos de fff, siempre fantasmales, son algunos sobrenaturalmente melancólicos, otros acusan un humor macabro y hasta los hay de una delicada ternura, en la que una singular tristeza nos pide que abracemos y consolemos al fantasma.

Pero más allá del enfoque original de estos cuentos, hay otro hechizo que encandila. Se trata de la forma. Del ritmo de cada cuento, de su cadencia, del modo en que el suspenso es administrado y en que el final va trepando por los párrafos desde el comienzo, y sobre todo, la facilidad con la que nos vemos involucrados en la vida de los personajes, como si los conociéramos desde hace mucho tiempo y no desde la página anterior. En suma, la maestría narrativa de un autor cuya voz resuena en toda la arquitectura del cuento.

Es gracias a cuentos de fantasmas como los de Nielsen que los cuentos de fantasmas nunca envejecen: proyectan sobre el presente un halo de antigüedad que los eterniza. Pero no se trata del pasado derramándose sobre lo actual, sino más bien de lo humano emergiendo donde ya no puede estar: alumbrando donde ya se extinguió, persistiendo más allá de sus límites naturales, como una vela apagada que bajo la lluvia se prende. El fantasma anuda los dos mundos, este y el otro, que se transparenta aunque no exista, la vida y la muerte, el pasado y el presente, lo material y lo inmaterial, lo natural y lo sobrenatural: aparentes oposiciones enlazadas por el fantasma como puente. Es así que llegamos a ver la encarnación de lo invisible, y asistimos a las ausencias, que se asoman a la presencia como un niño que estira su mano para alcanzar el juguete que se cayó lejos de su tumba. Y es así que llegamos a ver también algo de nosotros mismos. Somos, a fin de cuentas, futuros fantasmas y los cuentos de fff son un precioso manual, para que vayamos aprendiendo cómo comportarnos pasado el último umbral.