El alemán Christian Petzold se convirtió en uno de los grandes nombres del cine contemporáneo desde su fulgurante aparición en los tempranos años 2000. En aquella época, el contexto eran los coletazos de la reunificación alemana, y Petzold exploró desde la vieja categoría del 'fantasma' el nuevo estado de la modernidad europea. Una modernidad líquida en palabras del filosofo Zygmunt Bauman, pero sobre todo evanescente en tanto los nuevos sujetos alumbrados por este capitalismo tardío eran invisibles para los nuevos dueños del mundo. La trilogía 'fantasma', integrada por Seguridad interior (2002), Fantasmas (2005) y Yella (2007), retrataba un mundo de contornos inasibles, espacios abiertos e inquietantes, personajes que se movían constantemente sin ir a ningún lado. Una Alemania atravesada por la huída del pasado, el deterioro comunitario, la sombría gestación de un ejército de espectros sin historia.
Es por ello que su siguiente recorrido confluyó en la Historia: 'amores en tiempos de fascismo'. Y lo que parecía romántico se hizo político. Con Barbara (2012), Ave Fénix (2014) y En tránsito (2018), Petzold consiguió la consagración mundial, la celebración en festivales y la definitiva emancipación de los tiempos de la 'Escuela de Berlín', con sus ambiciones de renovación formal, para asentarse en la consciente reinvención de las formas narrativas clásicas, el gusto por los géneros y la desacralizada exploración de la memoria. En ese devenir ensayó un camino inverso, hacia el pasado: en Bárbara, la Alemania dividida en el preámbulo de la caída del Muro, en Ave Fénix, el final de la Segunda Guerra y la crisis de la identidad europea, en En tránsito, la perspectiva de un fascismo atemporal, epidérmico, concebido en cíclica repetición.
Con Undine (2020) nace una nueva trilogía, la de los 'Elementos'. Protagonistas ancestrales de una cosmogonía que se ancla en el presente pero recoge tradiciones y mitologías. En esa fábula de la ninfa acuática condenada por el anhelo de un alma humana, el dominio es el del agua, materia sensible de los cimientos de Berlín. Por ello la reflexión sobre la arquitectura berlinesa encuentra el único límite posible en el pantano que sostiene a la ciudad, sustancia perfecta para la perpetuidad y el renacimiento. Cielo rojo -con sus diversos títulos originales y derivados: Roter Himmel, el original; Afire, el internacional-, se establece sobre la incandescente materia del fuego. Otra vez Paula Beer es el corazón secreto de la historia -como antes lo fuera Nina Hoss- y el presente es el tiempo elegido, un verano de romance y creación. Ganadora del Oso de Plata en la Berlinale de este año, esta segunda incursión en el territorio de los elementos de la naturaleza, constituyentes básicos de la materia, le permite a Petzold una innovación en su obra: el llamado a la comedia.
Pero no a cualquier comedia, no sin lugar a dudas la impronta muda de la slapstick, ni la misantropía de las sátiras contemporáneas, y menos aún el cinismo de los descreídos que visten de sonrisas sus profecías más devastadoras. Petzold recoge una vena curiosa para su tradición, la que encarnara Éric Rohmer en la revuelta de la nouvelle vague, el más cercano a los alemanes de aquella gesta francesa. Cielo rojo tiene un comienzo similar al de La coleccionista (1967), tercera entrega de los cuentos morales rohmerianos. Un artista comparte con un amigo unas vacaciones en la playa. Al llegar al lugar, una misteriosa visitante habita en la morada elegida. Su presencia es elusiva, su libertad sexual reprobada. El inicial fastidio por la intrusión deriva en curiosidad primero, y luego en fascinación. La intención de Rohmer, concentrada en el uso de la voz en off del arrogante protagonista, consistía en revelar la trampa de su deseo frente a la imposible contención de su lenguaje.
Ante ese punto de partida, son otras las cosas que le interesan a Petzold, más allá de esos límites difusos que separan la creación de León (Thomas Schubert), el escritor visitante, y Nadja (Beer), su musa evanescente. El contexto son una serie de incendios forestales, que tiñen de rojo el cielo y de oscura premonición el tiempo venidero, y el conflicto, la escritura final de la novela de León, la inminente llegada de su editor y la incertidumbre sobre el rumbo de esas vacaciones. Si antes el personaje era el prisma por el cual Petzold observaba al mundo, fantasmal, inquietante o prometedor, ahora es su cámara la que observa a su engreído personaje, encerrado en sus patéticas elucubraciones, burlado por la disponible vitalidad de una mujer que lo desconcierta. Este desajuste en la perspectiva permite una exploración nada indulgente de quien mira al mundo creyendo poder revelar sus costuras, pero además muestra las trampas propias antes que las provistas por los dioses o los mundanos hacedores del materialismo.
Petzold, como su escritor en esa casa de verano junto al Mar Báltico, se encontró con su destino por casualidad. Al concluir la presentación de Undine en los comienzos de la pandemia, su distribuidora francesa le regaló 25 dvds con toda la obra de Rohmer, casi como un salvavidas para combatir el lúgubre ánimo del coronavirus. "Me puse a mirar las películas de Rohmer y algo sucedió en mi cerebro", le revelaba a Film Comment luego de su premiación en el Festival de Berlín. "Dos meses de verano en los que los padres no existen y los jóvenes buscan su identidad. En Francia lo llaman 'educación sentimental'. En Alemania no tenemos ese permiso, los padres siempre están esperando". El siguiente germen de inspiración fue el cuento "The House with the Mezzanine" -también conocido como "An Artist’s Story"-, de Antón Chéjov que relata el viaje de dos hermanos a una casa de veraneo en la que pasan los días sin escribir ni pintar, encerrados en sus frustraciones y fracasos. "Empecé a escribir con todas estas impresiones: Rohmer, Chéjov, la pandemia. Con ese mandato de todos aquellos adultos que dicen: 'Ya se te acabaron las vacaciones, tenés que trabajar', mientras, por otro lado, destruyen el planeta y todo a su alrededor".
Otras películas de Petzold tuvieron jóvenes en su centro: el estudiante de medicina de su episodio del Dreileben (2011), la adolescente huérfana de origen de Fantasmas, la hija del matrimonio en fuga de Seguridad interior. Pero León tiene el verano como horizonte, un tiempo de espera y de oportunidades, un desvío sin responsabilidades que le cuesta asumir y por ello la comedia de su vida encuentra una frontera lindante con el horror. No solo el que aparece para cualquier escritor ante la perspectiva de una segunda novela, sino aquel que agita a ese bosque en el que queda varado con su amigo al comienzo, al que aguarda en la casa habitada por otros en la que debe permanecer, al que emana de la amenaza innominada de saberse creador de su propio personaje. Nadja recita dos veces el poema "El Asra" de Kleist y devela la intuida conexión entre amor y muerte, aquella de la que el propio León es despojado. Su romanticismo algo cínico lo afirma impotente ante la catástrofe. Un escritor encerrado en su trampa, convertido en el mero cronista de su claudicación.