Este artículo no pretende agotar el problema ni dar cuenta en su totalidad de la problemática planteada, sino aportar simplemente una mirada desde el psicoanálisis acerca de esta cuestión.

Escuchamos cotidianamente cómo se hace mención a los llamados “discursos del odio”, pero cabe preguntarse si se trata de discursos o si lo que se pone en juego es un odio a secas, que apunta a eliminar, “erradicar”, aplastar o bien terminar con el otro.

En primer lugar surge la pregunta: ¿qué es el discurso? Desde el psicoanálisis entendemos por discurso lo que hace posible el lazo social entre los sujetos. Esto implica que no hay lazo social por fuera de ellos. Cada discurso de los que se formalizan en nuestra práctica implica lugares, tipo de relaciones o bien modalidades de lazo con el otro. Pero lo que circula fundamentalmente en ellos es el lugar que le dan a la diferencia.

Los diferentes discursos, y acá podríamos agregar algunos más a los formalizados hasta ahora por nuestra teoría, hacen lugar o bien posibilitan un modo de tramitación de la diferencia, de lo que no puede reducirse al saber, a que la irreductible diferencia con nuestros semejantes no conduzcan a la destrucción del otro.

No hay lazo social por fuera de los discursos, ya que son estos los que presiden y los que determinan las relaciones entre los seres humanos. Si no hay discurso que asigne lugares, que determine las relaciones posibles entre los sujetos, no hay lazo con el otro. Puede haber un montón de gente, que sería como un montón de arena, un montón de gente o de arena no implica un lazo entre ellos.

Son los discursos entonces los que trascienden una relación especular con los semejantes, ya que si la relación queda determinada por lo imaginario, si no está mediada por la palabra y por lo tanto por el discurso, solo conduce a la destrucción y aniquilación del otro. Si no operan los discursos se trata de la lucha a muerte donde solo uno debe o puede sobrevivir.

Esto en lo que refiere al discurso que es entonces un modo de tramitación de la diferencia, y un modo de lazo con los otros, ya que si no hay discurso no hay lazo social.

Vayamos ahora al otro aspecto que refiere al odio.

Siempre desde nuestra perspectiva vamos a poder situar dos modalidades del odio.

Una de ellas va ligada indisolublemente al amor, por eso solemos hablar de “odioamoramiento”, que va a implicar un modo de relación con el objeto. Acá ambos afectos en su conjunto se oponen a la indiferencia, donde el amor es lo que atrae, lo que impulsa al encuentro con el otro, y cuando ese encuentro no resulta como se anhelaba, puede surgir el odio, el enojo por la supuesta promesa incumplida de completud.

Tanto el amor como el odio o bien el “odioamoramiento” implican también un lazo con el objeto, hacen necesaria su presencia, ya sea para sostener el amor o bien el enojo. En esta perspectiva seguimos profundamente ligados al otro, ya que necesitamos psíquicamente de su presencia para sostener tanto un afecto como el otro.

Cuando se produce el viraje del amor al odio, va a ser el orden simbólico, articulado en alguno de los discursos, lo que hace trascender la relación imaginaria y la “lucha a muerte” hegeliana evitando la destrucción y la desaparición del otro y dando un lugar a la diferencia.

Por lo tanto, en esta modalidad, en “el odioamoramiento”, se mantiene un lazo con el otro, se necesita del otro, lo cual le pone límites tanto al odio como al amor.

También siempre desde nuestro marco teórico, podemos hablar de otra modalidad del odio que no tiene como contrapartida el amor.

Se trata de lo que definimos como un odio o bien un rechazo primario a toda diferencia, se trata de expulsar todo aquello que puede ser fuente de displacer, o bien que pone en cuestión la homeostasis del sujeto. En los orígenes de todo sujeto, en los orígenes de nuestra constitución como tales, ante la imposibilidad por la pre-maturación psíquica de tramitar los estímulos, el recurso con el que se cuenta es el rechazo.

Un sujeto se afirma en dicho origen en la medida en que expulsa lo que pone en riesgo la homeostasis y se hace consistente en el narcisismo, por lo tanto no hace lugar a ninguna diferencia. La diferencia es vivida en ese contexto como amenazante y por lo tanto se expulsa, se rechaza en tanto es vivida como un ataque, lo cual hace que la diferencia no sea dialectizable. El recurso, si bien sería pertinente decir que ante la escasez de recursos simbólicos, allí lo único posible es rechazar, eliminar lo que atenta contra esa imagen de unidad o bien lo que es vivido como un ataque a la homeostasis mencionada.

Pensemos por ejemplo en los celos o bien el rechazo que puede generar en un niño pequeño la imagen de otro niño con un juguete que se supone preciado, o bien el enojo y la furia de la imagen de un hermanito/a que suscita la mirada amorosa de los otros primarios. Ambas situaciones ejemplifican algo de esto.

Acá como vemos el odio no tiene como contrapartida el amor, tampoco podemos hablar de un “odioamoramiento”, sino de un odio o de un rechazo a secas que apunta a eliminar todo aquello que perturba la estabilidad narcisista. “Soy yo o el otro”, “hay un solo lugar para dos”, por lo tanto de lo que se trata de es destruir a quien aparece como rival.

Vayamos ahora a nuestra cotidianeidad. Cuando vemos en la televisión, escuchamos en la radio o bien leemos en las redes comentarios de diferentes políticos y funcionarios de la derecha neofascista que apelan al insulto, a la denigración, y donde se pone de manifiesto fundamentalmente falta de argumentos políticos para la discusión, ya que el adjetivo reemplaza el razonamiento, lo que subyace y a lo que apuntan dichas manifestaciones es a la destrucción, “erradicación” y a terminar con el otro.

Claramente no intentan dialectizar, tampoco intercambiar o discutir con otras expresiones políticas. Por eso entiendo que allí no hay un discurso del odio, sino que es un odio a secas que intenta anular toda diferencia a costa de eliminar a quien se oponga a dicha ideología o bien a quienes representen una oposición a dicho totalitarismo.

Es justamente este odio primario, no dialectizable, que lleva, si ya no lo ha hecho, a la ruptura de un pacto democrático que consiste en respetar la vida y el lugar del otro, y donde dicho otro no es un enemigo a exterminar sino un adversario.

Toda concepción política está sostenida en una concepción de sujeto y del otro, y esta concepción podrá hacer lugar o no a los semejantes, ser más o menos democrática. Es claro que la concepción que habita en la derecha en el mundo y acá de manera exacerbada no es la excepción, responde al fascismo donde se trata exclusivamente de exterminar al otro.

Pienso que es ingenuo pensar que expresiones como: “hay que hacer mierda a los zurdos”, “hay que terminar o erradicar el kichnerismo” o bien el intento de magnicidio, sean para eso sectores posiciones dialectizables, o bien que puedan ser sometidas a discusión.

En esos sectores no opera el lazo social, se trata de un montón de gente, como granos de arena que no se relacionan entre sí.

Estas consignas, estas expresiones no hacen lazo con el otro, no implica un discurso que busque oponer una idea a otra. De lo que se trata es que el otro no exista, “desaparezca”. Lo complejo de estas posiciones es que al no poder hacer lugar a la diferencia, al no poder incluirlas en un discurso, van encontrando diferentes enemigos a los que tratar de exterminar. Estos pueden ser la llamada “casta”, “los planeros”, “los pobres”, “los que no toleran más fracaso”, y la lista puede continuar al infinito. Asegura su existencia a partir de un odio que busca eliminar al otro, es allí donde se hace consistente, por eso siempre tiene que haber un enemigo.

Con quienes promueven este odio, con quienes sostienen estas posiciones que requieren cada vez más violencia, no es posible dialectizar.

Sin embargo hay sectores que desencantados por las expresiones políticas, desencantados por las promesas que nunca se cumplen, creen como un intento desesperado que alguien, alguno o alguna va a darles un lugar, va a devolverles dignidad, casi mágicamente, sin saber o alcanzar a vislumbrar que se trata de un disfraz como escuché decir de “falso profeta”.

Esos sectores, esos compatriotas, se sienten abandonados, y librados a su suerte, lo que funciona como caldo de cultivo de las posiciones mesiánicas que solo intentan producir un efecto de masa y no un lazo social que promueva la idea de un pueblo que decide acerca de su destino.

Tal vez el desafío es en parte de cada una y cada uno desde su lugar, el trabajar para volver a traer a esos sujetos, maltratados, desesperados, olvidados, y dejados de lado nuevamente al discurso, que no refiere a lo que se dice, sino a lo que se hace, volver a darles un lugar, a producir nuevamente un lazo con el otro, y fundamentalmente a recuperar la memoria ya que como dice ese exquisito escritor Leonardo Padura, “el verdugo lo que intenta es destruirla”. 

Claudio Di Pinto es psicoanalista.