En el principio fue el nombre, el nombre de la banda. Un bautismo siempre revela las huellas de un pasado y los rumbos de un devenir. Virus fue una marca profética a la vez que una herida tan honda que llegó hasta los angustiantes días que vivimos en esta tercera década del tercer milenio. Virus también fue la plataforma de lanzamiento para uno de los pocos semidioses en la escena musical argentina.
Virus nació en La Plata, en enero de 1980. No se conocían los virus de computadora ni se hablaba de la propagación viral de los mensajes. El genocidio atroz del Virus de la Inmunodeficiencia Humana apenas se incubaba en la oscuridad.
Los únicos antecedentes en la cultura eran el subterráneo escritor William Burroughs –“el lenguaje es un virus del espacio exterior”– y el etólogo y biólogo evolutivo Richard Dawkins, quien tiempo antes había acuñado el ahora trajinado concepto de “meme”. Dawkins lo definió como una estructura viral, autorreplicante, que se propagaba a través de textos e imágenes, rumores, canciones y chistes. Es improbable que Federico o los otros miembros de la banda conocieran a estos autores en aquella época. Pero, de cualquier modo, el nombre Virus fue un presagio de realidades catastróficas y también de una tragedia personal que elevó a Federico a los altares de la cultura popular.
El hecho de que ahora yo me encuentre aislado compilando mis canciones con Virus en 2020, en el mismo momento en que el mundo vive la pandemia viral más dañina que se recuerde en cien años, es otra de las tantas paradojas producidas por aquel desafiante bautismo.
Quién fue quien lo inventó o lo propuso es –como toda imposición de nombre– un misterio y las versiones varían según quien relate. Resultado de una gripe. Una votación en la que el nombre de Virus perdió. Por el carácter internacional de su significado. Se iba a llamar Virus y los Antibióticos. En fin, nadie sabe bien a quién se le ocurrió y acaso eso sea la mejor prueba de que estábamos ante la fundación de un mito.
“¿Cómo conociste a Federico?” es la pregunta que siempre me hacen cuando alguien se entera de que soy el autor de muchas letras de Virus. Porque si bien no fui un ghost writer, un escritor fantasma, yo no hacía mucha bandera con mi rol de letrista de una banda tan emblemática. Incluso utilizaba un seudónimo imperceptible, ya que sustituía la “y” de mi apellido por una “i” para separar mi rol de autor de mi personalidad habitual.
Comprendo que a Federico y a mí nos imaginaran sapos de distintos pozos o, por el contrario, como protagonistas de una curiosa amistad. Llamaba la atención que pudiéramos colaborar teniendo “tanta diferencia de edad”. Pero esa impresión apenas estaba fundada en la apariencia juvenil de Federico y en sus cambiantes fechas de nacimiento. Cuando Federico comenzó con Virus él tenía 30 años y yo 37, o sea que ningún abismo nos separaba.
Es simple: él se interesaba mucho por la vanguardia artística de los sesenta que en la imaginación aparecía representada por el Instituto Di Tella. Por eso frecuentaba a los sobrevivientes de aquella movida artística como Juan Risuleo, Eduardo Costa, Daniel Melgarejo, Patricio Bisso o yo mismo. Compartíamos amigos de larga data. Nos cruzábamos en exposiciones, estrenos o tertulias de los años setenta, Federico aparecía tal como todos lo conocen: elegante, irónico, de una extraña belleza que atraía las miradas e inspiraba a los artistas a retratarlo. En 1973, nos encontramos en un cumpleaños y conversamos mucho por primera vez. Me pareció muy avispado, curioso y perspicaz. Después lo veía cuando visitaba a Juan, querido amigo desde el secundario hasta la actualidad, en Ropas Argentinas, su local pionero en el subsuelo de la Galería Jardín en Florida 537, a metros de Limbo, donde Federico y su socio Mario Lavalle, un devoto feligrés de la noche porteña, vendían su ropa masculina de diseño que también compré alguna vez porque era actual y a la vez austera.
Ya en 1980, mi adorado Daniel Melgarejo, dibujante extraordinario y autor de la imagen y las tapas de Mandioca, sello fundador del rock nacional, volvió a Buenos Aires desde Barcelona (donde había vivido cinco años) y nos encontramos en la Galería del Este, en Maipú 971, donde se respiraba cierto ambiente arty, under, alternativo o como se lo quiera llamar. Le conté que estaba escribiendo unos textos medio literarios, poemas y letras de canciones. Por su lado, Federico le había pedido referencias de alguien que escribiera porque estaba preparando un disco con su nueva banda, pero no se sentía del todo conforme con las letras. Muy pronto, estuvo en mi monoambiente de Pasteur y Rivadavia mirando el material que yo había producido en los últimos años. Tomamos té, fumamos y hubo mucha afinidad. Fiel a su estilo convincente y ejecutivo, Federico dio por sentado que haríamos algo juntos. Él me dejaría un casete con las canciones que ya tenían bocetadas y yo le daría mi punto de vista. Como si nada, se llevó una letra que se iba a convertir en “El rock es mi forma de ser”, cuando Julio Moura –compositor brillante de muchos de los temas de Virus– le agregara el estribillo.
Lo que se planteó en ese primer encuentro sería un poco la matriz, el procedimiento con que produjimos la mayoría de los temas. Federico y yo nos encontrábamos o hablábamos por teléfono, él me pasaba las maquetas sonoras y yo escribía partiendo de lo que charlábamos, de la sanata o de lo que la música me sugería. Después, Federico cantaba la letra acompañándose con guitarra acústica y ajustábamos las palabras según necesidades métricas, vocálicas o de sentido.
Siento necesario acotar que aquí me hago cargo de las letras y las comento como si fueran de mi exclusiva autoría, lo que ocurre en varios casos pero no en todos. Muchas surgieron puramente de mi imaginación y así figuran, pero otras fueron placenteras colaboraciones y conversaciones que finalmente yo ponía en papel, y otros trabajos en coautoría que por razones de equilibrio distributivo fueron firmados por dos, tres y hasta cinco autores. Al final de este libro aparecen los créditos tal como fueron registrados en SADAIC, organismo que también recauda y distribuye los derechos de autor o autora.
Jamás podría haber imaginado que de ese encuentro casero con Federico emergería una etapa fabulosa de mi vida artística y civil, cuyos fulgores persisten hasta ahora. También a partir de ese momento brotaron muchas canciones significativas de los años ochenta, shows, amistades y, sobre todo, una incitación a la libertad que motivó a la generación de la post dictadura.
Espero que esta recopilación y mis acotaciones iluminen el espíritu de esa década tan rica y poderosa. Tan vital y tan cruel.
Hay que salir del agujero interior
Es uno de los temas más importantes en la historia de la banda, en cuanto a repercusión pública y también en lo que hace a la opinión crítica. Cuando escribimos la letra tuvimos el propósito consciente de incidir en el momento político y social que estaba viviendo la juventud. Nos planteamos arengar el estado de ánimo de los jóvenes en el momento de salida de una dictadura que había coartado brutalmente las posibilidades de expresión.
En mi experiencia personal, las creaciones de tipo deliberadamente propagandístico rara vez resultan exitosas. Pero esta fue una excepción. El público deliraba cuando Federico la cantaba, sobre todo cuando cambiaba la letra y decía “hay que sacarse la ropa interior”, un momento que todo el público esperaba para corear a viva voz.
Un indicio más bien concreto de que la intención liberadora de la canción se cumplía a la perfección era que muchas chicas del público se sacaban las bombachas y las
arrojaban al escenario. Federico las levantaba, hacía como si fueran pañuelos y las tiraba hacia el costado, donde con el correr de cada show se formaba una pila de veinte o treinta calzones femeninos.
Al igual que en muchas otras letras, lo que aparecía en primer plano eran el cuerpo y el llamado a la acción. Un listado de los verbos mencionados en la letra indica mucho sobre este sentido: salir, poner, largar, agujero, interior, hacer el amor, jugar. Todo un manual práctico de la prédica virósica de placer.
Puedo agregar que el verso final contiene una alusión tal vez inesperada: en Love Story, una de las películas más taquilleras y melosas de la historia del cine, se define al amar como “no tener que pedir perdón”. La expresión, importada en nuestra letra, se carga de un sentido seguramente diferente.
Tomo lo que encuentro
Es uno de los temas más sonados de Virus. Como decía antes, nunca se sabe cuál es el tema que va a pegar. Antes del lanzamiento de un álbum siempre se producía un runrún, y a veces una discusión sobre cuál iba a ser el “tema de corte“, o sea, cuál sería el que gozaría de más promoción, más pasadas por radio y TV, más amabilidades con los periodistas.
“Tomo lo que encuentro” es una canción rara desde la melodía hasta la letra que acaba en puntos suspensivos sin que se sepa para qué era el viaje alquilado... Y por razones que no termino de comprender es uno de los más recordados.
Lo que es a primera vista una canción romántica de despedida de alguien que va a Nueva York a divertirse puede ser leído como el gesto desesperado de un consumidor ansioso o la fuga de un amor tóxico y también como muchas cosas más.
Lo que es difícil de comprender, incluso para mí, es que el avión sea “alquilado” y, peor todavía, que la letra termine ahí con esos puntos suspensivos... ¡Realmente no lo entiendo!
La lectura “drogológica” es clásica en el rock. Así, se ha leído “Mil horas” como una canción dedicada a un dealer que se demoraba, y “Semen up” como una oda a la cocaína.
En el momento de su lanzamiento, nadie tenía dudas de que “Tomo lo que encuentro” se refería a la merca y que el “avión” de la letra era una metáfora del estado de euforia, la dureza y el viaje. Admito que esa lectura es posible. Los autores no somos dueños del sentido.
Pero el gran misterio de “Tomo lo que encuentro” es ¿qué diablos es “Lelouch”? Me lo han preguntado mil veces. Las hipótesis eran una más absurda que la otra. Ya lo puedo revelar: un popular director de cine francés famoso por sus películas romanticonas y edulcoradas, la más conocida: Un hombre y una mujer.
Superfices de placer
La canción evoca una situación playera. Un chico vergonzoso se anima a mirar al objeto de su deseo. Tiene una brutal erección en ese mismo lugar público, mientras atisba alguna belleza dorada por el sol, alguien que nunca se enterará del interés que despierta.
Pero más allá de la referencia puntual a la situación de un mirón de vacaciones, la experiencia del voyeurismo está en el centro de la canción y eso la dota de mucha potencia. Es que se trata de una pasión inoxidable, en la que pueden reconocerse tanto felices como solitarios, y que hoy Internet canaliza con las aplicaciones que todos conocemos.
El tema dio nombre al disco, por voto de todos los que estuvimos involucrados en la experiencia tan extrema e inolvidable de ese viaje.
El culo dibujado por Daniel Melgarejo le agregó un elemento desafiante que perturbó a la pacatería rockera. Mientras observo la portada del álbum, pienso cuánto me gustaría tener el original de ese dibujo.