Está esa insistencia en mirar el pasado con detalle como si pudiera detenerse, por ejemplo, en el momento en que Silvina Luna entró caminando a la casa de Gran Hermano, con la valijita. La tele repite esa escena con obsesión, como si hubiera algo ahí que la diferenciara del resto, un aura de drama. Era 2001 y el público venía eclipsado con la primera edición del reality: el de Silvina enseguida fue un personaje querible, amado. Se rió de sus rollos, inventó el meneaíto. Salió de la casa, volvió a entrar y fue subcampeona. Le preguntaron mucho por los rollos (que viendo las imágenes se advierten mínimos) pero rápidamente volvió a adelgazar. Y desde entonces, toda esta procesión, esta lupita por sobre la intrascendencia de buscar el segundo en el que algo podía indicar que el futuro sería adverso con ella y no con Pamela David, por citar solo un ejemplo de una chica que se hizo famosa al mismo tiempo y con características similares.
Algunos medios se detienen en esa nada porque son, en general, bastante morbosos. El médico al que nadie le está tirando piedras a su casa sigue impune, y claro, a los paneles no les cuesta pegarle porque la evidencia está ahí, después de muchísima insistencia de las víctimas, en un cajón entrando a Chacarita y en otras muertes que siempre se nombran así: como otras. Es la muerte famosa la que importa. Y es el victimario con nombre y apellido: uno, él solo, sin cómplices o tal vez con la complicidad solitaria de su pareja.
Y la pregunta es ¿a quién le va a cambiar la vida realmente que el polimetilmetacrilato sea pronunciado sin repetir y sin soplar por algunos conductores? ¿Se podrá evitar la catástrofe de vivir ancladxs a una imagen imposible en las niñas que crecen hoy o la de endiosar a un tipo que no tenía ni una credencial de prestigio? ¿Alguien suspendió su turno para cirugía estética en estos días? Nadie lo sabe, pero lo que está claro es que los verdaderos poderes, los que operan por debajo y con una máscara agradable, siguen intactos. Y el regodeo por ponerle cara y nombre a quien daña y a quien es dañado siempre puede más que cualquier movimiento. Sería muy trabajoso mover tantas placas tectónicas.
De esa chica del interior que entraba con la valija llena de sueños a la que el año pasado se arrastró por el barro entre chatarra, forzando su salud hasta lo insoportable en el Hotel de los Famosos, hay un paso largo que la tele hace de una zancada: en el medio teatro de revista, novios famosos y tóxicos y la curva de un cuerpo que empieza a deteriorarse como todos los demás. Sube de peso, se hincha, envejece, se disculpa explicando que toma corticoides. La acción se detiene donde conviene, en la lista de nombres, de lugares, de cosas que ella dijo o personas con las que estuvo. Y la pregunta no saca un gramo de responsabilidad sobre Aníbal Lotocki pero ¿en serio pensamos que sólo él es responsable? ¿Quién lo sostuvo como eminencia de la cirugía estética cuando todavía no era denunciado? Todo está tan enganchado que la única solución parece ser el latiguillo "que lo determine la justicia".
La justicia deberá determinar si Aníbal Lotocki envenenó a sus pacientes con una cantidad de sustancia ridícula y sospechosa para los fines que supuestamente debe ser utilizada. Todo indica que lo hizo y que contó con la protección de alguien que le dilate todo este desastre, pero tampoco sería increíble pensar que actuaba solo, porque a la investidura de genio se accede con un poco de astucia y el delantal de médico. Pero hay una máquina que no se detiene, que sí pone a la policía de los cuerpos a actuar de oficio y por las dudas, porque Silvina Luna a los 42 años no tendría que haber dado explicaciones jamás de por qué estaba hinchada o de por qué no podía cumplir con las pruebas que la dejaban dos días de cama. Dos días que también fueron televisados.
No se trata de decir que todos podemos velar por nuestro aspecto físico y que cada quien tendrá sus propios niveles de tolerancia en relación a cómo debe verse, pero que hay una presión insoportable sobre los cuerpos de las mujeres, sobre los cuerpos feminizados, la hay y ya no es necesario cobrarse vidas para tener las pruebas. Silvina Luna quería trabajar en los medios y está perfecto, también está perfecto que haya querido operarse y que haya recurrido a este payaso: sus referencias de confianza lo recomendaban.
Lo que no está perfecto es que haya estado tan sola cuando decía que le dolía todo y que no podía caminar, que todo aquel que se haya esculpido las uñas o pasado la planchita justifique la intervención a cualquier precio, porque no es lo mismo, ni siquiera es lo mismo operarse para reducir la grasa corporal o levantar el culo que ponerse ácido hialurónico. Y decir que son lo mismo solo vuelve a pulverizar el problema: el mercado que se monta sobre los cuerpos hegemónicos siempre quiere sangre porque sobre la sangre puede seguir operando.
Ojalá que no se hable más del cuerpo de Silvina. Ni de su paso por la morgue, ni de cuánto resistió a ese casi cemento que le puso un loco desquiciado. Pero hay cuerpos muchísimo menos preparados para estar en el ojo de la tormenta. Las víctimas de Lotocki eran un montón (se pudo ver en la marcha en la puerta de su casa el miércoles, el mismo día que la enterraron) y hay muchísimos más mandatos que se arman silenciosamente en el service de los estereotipos y en la perpetuidad de un chabón que corta polleras en la tele. Hay que ver dónde se marca el límite y cuánto se tira de la cuerda y a qué argumentos se apela para no ser servil con con el amo y a la vez no autoenunciarse esclavo.