Mimi hizo creer por un tiempo, que nadie resolvió aun si fue corto o largo, que podía apropiarse –con esa voz tan suya– de la sustancia verdadera de la elegía. Creencia fácil de comprobar cuando la oímos cantar en un español acústico –que aprendió de padre mexicano y de marido con antepasados cubanos– “viva mi patria Bolivia como la quiero yo” y esa voz tan suya hace que la ilusión se vuelva verdad comprobable en el laralalala de su tarareo.
Célebre su hermana, Joan Baez, cantando mejor que nadie las canciones de Dylan (sobraban competidores, incluido, en los andamios de su armónica, el incriminado). Célebre de verdadera celebridad escondida, su marido, Richard Fariña, autor de esa memorable novela Been Down So Long It Looks Like Up to Me (que alguien tradujo Hundido hasta el cielo y otro con mejores caracteres Estar tanto tiempo bajoneado me da la sensación de que la paso muy bien) y amigo dilecto del autor, en esos años, de La subasta del lote 49.
¿Y ella? Ella pudo haberlos alcanzado para pasarlos dicen los que dicen que no lo hizo porque se hundió en la tristeza cuando Richard murió (en un accidente a los 29 años, dos días después de publicar su novela de culto dedicada a ella) y entonces eligió cantarles a los abandonados (con prisión previa incluida en Santa Rita después de una protesta y de un inspirador concierto con Joan y B. B. King en Sing Sing). Hay una fecha, y en este estribillo la fecha es 1974, y una organización: Bread and Roses (Pan y Rosas, poema de James Oppenheim, música de Mimi y retumbos de la huelga obrera de 1912) que la revelan en cuadradas fotos de marco blanco promoviendo conciertos en cárceles, barrios desmantelados y hospitales. La niña violinista que tocaba la guitarra y bailaba había sido una figura familiar en el folk naciente de fines de los años cincuenta y principios de los sesenta cuando dejó tierra nacida y se fue a cantar canciones propias a Europa. A los diecisiete enamoró a Fariña en París (que se divorció en un divorcio super express de Carolyn Hester para casarse con Mimi casi en secreto). Juntos en California –luego del festival de Big Surfolk– la pareja auguraba el glamour lírico de un folk nuevo que quedó en augurio acto seguido a la muerte de Richard. Después hubo escenario para Mimi, sí, y algunas canciones (In The Quiet Morning, el homenaje a Janis Joplin, que Joan cantó y cantó) y también parejas nuevas pero la Mimi Fariña de ojos trasparentes, boca con dientes de propaganda y manos de dedos largos y uñas largas (esas uñas largas que no son largas hacia afuera sino hacia adentro de los dedos donde la cutícula no existe y la placa córnea y dura brilla sin esmalte) ya se había perdido en sombras elegidas cantando donde vivían los olvidados (a veces compartía esos escenarios improvisados con Joni Mitchell y otrxs amigxs). Y eso fue lo que hizo (también cuando le diagnosticaron cáncer) hasta que murió en su casa californiana.
Ahora, como joyas guardadas en un alhajero que tuvo que soportar polvo de altillo de dos generaciones Mimi canta masterizada y melliza en el soprano de su hermana famosa mientras se la busca tan fantasmal -nunca será ella-como pueda aparecer en las escenas de los otros. No es ella y no importa, pero la imaginación real se canjea por la versión estúpida de la verdad y entonces es la hippie de pelo corto, vestido negro de los años cincuenta y tacones de aguja no tan hippies que toca el piano y canta It Never Entered My Mind en una novela del amigo de su marido.
El tiempo dirá después, fueron testigos: la soledad, los huesos húmeros, Dylan, Pynchon, los caminos.