Acudir a la obra de Jean Genet y llevarla a escena, hoy, es también poner en cuestión el afán de diluir la homosexualidad en la ley social de las democracias neoliberales. No una rabieta pequeñoburguesa contra nuestra inserción igualitarista en las leyes del código civil, porque muchos hemos aprendido a usarlas como quien recurre a copiarse en un examen para librarse del desaprobado, sino de resucitar el carácter revulsivo que tuvo la homosexualidad cuando era una diferencia irreductible que nos expulsaba a la soledad fecunda. Esa soledad del expulsado, previa al boom gay, parió las mejores flores sobre el detrito, las más inquietantes, las que produjeron asco y fascinación; es decir tuvo la capacidad de poner al discurso burgués, el del facho pero también el del progresista, frente al espejo de sus valores fariseos. Néstor Perlongher, indignado contra el programa igualizante, empuñó contra los buenos burgueses heterosexuales la exigencia de no ser querido ni comprendido por ellos: “solo quiero que me cojan”.
Por eso, cuando Julio César Martín Ortiz, el joven dramaturgo y director peruano, hace acá en Buenos Aires su propia versión de Genet, los ángeles deben morir, del brasileño Ribamar Ribeiro, decide recurrir a la traición de su origen. Busca en su formación cristiana los elementos necesarios para poner a la divinidad en posición de gozo contranatura. Eleva la pacífica catequesis al misticismo del invertido. Traiciona como se debe al dramaturgo, impone un Genet hablado por sus personajes, a los que, por supuesto, también traiciona. ¿Acaso hay un código de honor más difícil de derrotar que no sea la lealtad? Esa fue la empresa más cuestionada de Jean Genet, y no hablo solamente de traiciones simbólicas; Genet abandonó al hermoso malabarista Abdallah Bentaga, a quien celebró y amó, porque se cayó del trapecio y truncó así su carrera. Abdallah se suicidó, y Genet se consideró responsable de su muerte, atormentado hasta el propio final. Sin ese acto, El funambulista hubiese quedado en la historia como un libro bellísimo, pero cerrado en esa belleza, en esa pose estética, y de la belleza siempre hay que desconfiar.
Martín Ortiz menea al mismo Jean Genet en un pacto siempre espurio entre dramaturgo, director y público. Lo sacrifica y ofrece sus deshechos para que nadie quede inmune a la aventura: unos se quedarán con la poesía visual extraordinaria creyendo que así canibalizan el objeto, como el voyerista; otros quizá lo interpelarán: “El día que vea a alguien del público levantarse incómodo e irse de la sala, sentiré por fin la plenitud”, me dice. Julio César es lo suficientemente joven para aspirar a la provocación, pero le respondo que en la ciudad neoliberal con ensoñaciones cosmopolitas todo termina por ser canibalizado como producto fácil de morder. Conviene al provocador tentar horizontes que su propia obra y audacia le abrirán.
Este cronista sintió que en la circulación sobre el módico escenario de ese prostíbulo criminal en permanente transfiguración de Nuestra Señora de las Flores (el propio Genet en esta versión) junto a los magníficos personajes que llevan el peso de Madame, Divina, la criada Mimosa III y el cafisho Mignon, no solo se resucita la voz del escritor sino también al Fassbinder de Querelle de Brest, sobre todo cuando acontece la última escena. Una puesta que representa al prostíbulo como cabaret de las identidades, recreado entre velos que colaboran con las mutaciones, capturan al fisgón y construyen irrealidad dentro de la irrealidad, santidad en la abyección.
¿Contra qué otra forma de vida que no sea la homosexualidad asimilada al poder apunta el director cuando hacer morir a sus infames personajes, que van muriéndose mientras asumen sucesivamente la identidad de Madame, como en Las criadas? Quizá Martín Ortiz ha pensado él también convertirse en un ángel o una Madame dispuesta a sacrificarse para abrirse a su propio e hipotético futuro internacional, tal como sueña. Futuro que este pibe nacido en 1991, director del Festival de Teatro y Performance FESTEPE de Lima y ya premiado desde niño, concibe como una agonía permamente de su subjetividad, una abolición apasionada que será fecunda si el morirse se convierte para él en un juego gozoso.
Genet, los ángeles deben morir. Viernes, a las 20, en Teatro Patio de Actores, Lerma 568.