“Hugo, no la comas, no la comas”, me advirtió Lily, sujetándome la mano.
Cuando mi compañero de celda, Pino Cuesta, el 3 de diciembre de 1983 me despidió de la cárcel de Rawson porque me iba en libertad, me hizo un encargo que ahora recuerdo como si de nuevo me lo estuviera diciendo al oído: “Te pido por favor que vayas a visitar a Lily a la cárcel de Ezeiza y le cuentes en detalle lo que ha sido nuestra vida durante estos años. No dejes de hacerlo, has leído sus cartas conmigo, y es como si la conocieras”.
Era cierto, en esos años de encierro, los presos políticos compartíamos las pocas cosas que podíamos tener, entre ellas la correspondencia de nuestros familiares, que luego de pasar por la censura del penal, llegaban a nuestras manos. Padres, madres, hermanos, tías y tíos lo eran un poco de todos, y la lectura de aquellas cartas nos traían el aire nuevo que necesitábamos para sobrellevar el encierro.
Lily, la compañera de Pino, era Hilda Nava de Cuesta, y fue la última presa política mujer en ser liberada tras doce años de cautiverio. Los últimos dos en una soledad aliviada por las visitas internacionales que recibía, entre ellas la de Joan Manuel Serrat, que le dedicó un par de canciones en el patio de esa cárcel, en el marco de una campaña internacional pidiendo por su libertad que contó con el apoyo de personalidades de todo el mundo.
A pocas semanas de salir, luego de volver a aprender algunas cosas básicas que había perdido tras tantos años de encierro, el manejo del dinero, por ejemplo, y los recorridos de algunos trenes y colectivos que diez años atrás formaban parte de mis rutinas, dirigí mis pasos hacia Ezeiza para cumplir con el pedido de Pino y conocer a Lily.
Curiosamente, volver a la cárcel en aquellos días no significaba para mí ningún trauma. Me resultaba más angustiante andar por la calle, tan desacostumbrado estaba a las bocinas, los autos, los semáforos, los vasos de vidrio, los relojes o el uso de los cubiertos para comer como cualquier ser humano normal. En cambio los muros me eran familiares, igual que los uniformes grises de los guardias, los ruidos a metal de las rejas, los olores a creolina y a horribles guisos, y las voces de mando tan habituales entre los uniformados.
Un sábado de febrero del 84, luego de algunos trámites fastidiosos y una requisa tan minuciosa como cuando estaba detenido, una agente penitenciaria me llevó al patio donde Lily me esperaba. El abrazo fue como el de dos amigos que se conocen de toda la vida pero que el tiempo separó sin pedirles ningún permiso.
En ese abrazo interminable con Hilda Nava, sumamos a Pino y al resto de los compañeros que aún seguían encarcelados y que esperaban de nosotros, los liberados, todo lo que sabían íbamos a darles.
Lloré con ella, reímos y cantamos juntos los temas clásicos de la época sin importarnos nada de nada las miradas indiscretas de las guardianas, que reflejaban bronca e impotencia por lo que ya no podían evitar. Los tiempos habían cambiado, la disciplina carcelaria se había relajado y la liberación de los que faltaban era solo cuestión de semanas o algunos pocos meses más.
Cuando recuperamos el habla, nos sentamos en un banco de ese patio que era bastante más agradable que otros paisajes transitados en mi periplo por Magdalena, Caseros, Rawson y Devoto. Abrazados por un sol que no dejábamos de celebrar, Lily preparó unos mates y ambos lamentamos cómo las galletitas que le había llevado fueron trituradas por la requisa. No fuera cosa que en su interior se escondiera algún explosivo o alguna droga que provocara alucinaciones nocivas para la salud mental de las detenidas.
Entre mate y mate, mientras caía la tarde y el penal tomaba un tinte aún más melancólico, le conté que su marido estaba muy bien, que fue para mí un compañero de celda entrañable, que era querido por todos y que había resistido con coraje y dignidad todas las barbaridades que la represión desató sobre nosotros en aquellos años de plomo. Y que, como frutilla de un postre que nunca había imaginado, fue el que me avisó que habían anunciado mi libertad, porque al estar bailando y festejando mientras daban la lista de otros liberados de aquel día, no había escuchado que también formaba parte de la misma y que tenía que apurarme en juntar mis escasas pertenencias para irme lo más rápido posible.
En eso estábamos, cuando de repente se paró frente a nosotros una presa que de manera muy amable, y viendo nuestras pobres galletas deshechas por la requisa, nos ofreció compartir unas masitas: “Pruébenlas chicos, las hice yo misma y me han dicho que están deliciosas”. Lily las rechazó de plano, pero yo las acepté sin dudar, algo molesto por el gesto descortés de mi compañera, y aunque Lily trató de evitarlo tomando mi mano, me la comí de un solo bocado.
Me convidó otra mientras se retiraba y volví a tomarla. Pero esta vez Lily sujetó con fuerza mi mano y me dijo: “Hugo, no la comas, no la comas. ¿No te diste cuenta quién es? Es Yiya Murano, boludo, la envenenadora de Monserrat, ¡la que mató a tres amigas dándole masitas con cianuro!”
Confieso que durante los días posteriores tuve dolores de estómago y colitis, que luego atribuí al efecto que me produjo la noticia de lo que acababa de comer y no a las masitas de Yiya que, debo decirlo, estaban riquísimas.
En estos días nos enteramos de que su hijo puso en venta el juego de tazas con las que su madre sirvió el té con masas y cianuro a sus amigas. Aunque tuviera el dinero, no lo gastaría en ellas, pero sabiendo el final, tampoco me arrepiento de haber comido aquella tarde en el penal de Ezeiza junto a Lily, una masita hecha por Yiya Aponte de Murano.
Para Lily Nava de Cuesta, por el abrazo de aquella tarde. Y para Pino Cuesta, in Memorian.