Una de las cosas que detestaba el suizo Le Corbusier era el azar de la historia, el tema que una ciudad hubiera surgido donde surgió porque ahí había un cruce de caminos. Cada camino, a su vez, había sido trazado por un respectivo burrito, cargado de cosas y buscando que la fuerza de gravedad lo llevara por la vía más liviana. El arquitecto odiaba, como se nota, esta irracionalidad y la combatía. No era el único, porque antes había andado el barón Haussmann enderezando las calles parisinas, vuelteras como camino de burrito.
Cuando Le Corbusier visitó Buenos Aires, faroleramente propuso demolerla y reconstruirla "radial" en medio del río. Siempre hacía propuestas así, que no le valían contratos pero al menos lo sacaban en los diarios. Hasta que caía algún ingenuo y le compraba un diseño... En fin, es una suerte que nadie le preguntó qué opinaba de Luján, ciudad creada por una yunta de bueyes cruzando un río y una santa que se empacó.
Es una historia de esas que todo el mundo conoce, pero pocos recuerdan en sus detalles, que de viejos se pusieron neblinosos. El primer relato del milagro de la Inmaculada en tierra bonaerense es de 1737 y de segunda mano, ya que había pasado casi un siglo. El segundo es de 1812 y con tantos errores que hay que tomarlo con grandes pinzas. Por suerte, hubo historiadores de los que miraban papelitos inesperados y en este caso uno llamado Raúl Molina, que comprobó algunas cosas y descartó otras.
El cuento, entonces, es en el siglo 17, en esos años en que por mezcolanzas dinásticas España y Portugal fueron brevemente un solo país. Esto significó, entre nosotros, una pausa en las eternas guerras fronterizas y un instante de libre comercio entre las colonias de los dos reinos. Los relatos de la virgen de Luján coinciden en que todo empezó cuando un portugués que vivía en Córdoba, Antonio Farías de Saá, le encargó a un paisano suyo que le comprara una imagen de la Inmaculada Concepción en Brasil. La quería para un campo suyo en Sumampa, Santiago del Estero, y tal vez por la novedad de la paz colonial no quiso comprar una imagen altoperuana, como era común por acá.
La cosa es que su compatriota viajó a Brasil llevando mercaderías y de vuelta le trajo no una sino dos imágenes de la virgen, probablemente hechas en Bahía, ya entonces una ciudad con todas las letras y abundantes talleres especializados. Las imágenes llegaron a Buenos Aires sin novedad y de ahí fueron transbordadas, cada una en su caja, a la proverbial carreta de bueyes. Y al norte partieron.
Mientras el argentino contemporáneo calcula la tira de días que puede tomar llegar a Córdoba a paso de bueyes y el dineral que terminaba costando una imagen así traída, acontece el milagro. La carreta en cuestión llegó al río Luján, cerca del vado que se usaba en la época, e hizo noche en un campo amigo. A la mañana, temprano, se uncieron los bueyes, se dijeron los adioses y las gracias, y el boyero chicoteó. Los bueyes tiraron, y la carreta no se movió. Desconcertados, los presentes la descargaron y probaron de nuevo, con lo que comprobaron que el problema no era la carreta, porque vacía se movía bien.
Según el acta de 1737, los presentes le preguntaron al portugués qué llevaba que fuera tan pesado, y el hombre se defendió diciendo que nada, que sólo sus petates y dos imágenes de madera de pequeño tamaño. Se ve que en vena experimental, los presentes cargaron "los dos cajoncitos de las imágenes e hicieron caminar el carretón; y se hallaron con el impedimento". Con la misma buena lógica, sacaron una de las cajas y la carreta no se pudo mover. Sacaron la otra caja, reponiendo la primera, y la carreta arrancó sin problemas. Sólo cabía una explicación, lógica aunque no científica: una de las imágenes se quería quedar ahí.
El informe de 1737, hecho por un descendiente de alguno de los testigos que contó ante sede episcopal lo que le habían contado, afirma que el portugués siguió viaje con sus cosas y dejó la imagen empacada en el campo de Rosendo de Oramas, sorprendido anfitrión. El flamante dueño la llevó a su casa, sin que la imagen se negara a moverse, y la alojó en una casita convertida en oratorio. Cuando se supo la historia, como se conocen estas cosas en el campo, empezó a caer gente pidiendo favores y recibiendo mercedes, con lo que Rosendo se encontró con una romería. Su esclavo Manuel, apenas más que un chico, terminó encargado de la imagen y de que nunca se apagara la lámpara de aceite que le dedicó la familia.
Haciendo las cuentas exactas y encontrando hasta los planos de campos, el historiador Molina calculó que todo esto transcurrió en 1647 y no en 1630, como dice la tradición. Año más o año menos, la imagen volvió a moverse sin oposición cuando se murió Rosendo y lo heredó su medio hermano, que era cura pero más era un hombre duro. El flamante dueño visitó el campo y se encontró con que los peregrinos "comían las vaquitas" cuando tenían hambre y no se preocupaban de la limpieza, con lo que decidió cerrar el oratorio. El cura quería vender y la venta incluía al esclavo Manuel, que lo madrugó con brillo: se fue a Buenos Aires y demandó ser considerado "sin más amo que la Virgen Santísima". Manuel quedó efectivamente libertado, ya que una imagen, por milagrera que fuera, ni daba órdenes ni podía venderlo. El esclavo vivió muchos años cuidando a su santa, con una larguísima barba blanca y vestido con una suerte de sayo de penitente.
La que acudió al rescate en ese momento fue una vecina, Ana de Matos, que tenía campos cerquita y pidió la imagen. El cura heredero le dijo que sí pero le cobró doscientos pesos, que era un buen dinero en la época. Doña Ana pagó y le construyó a la milagrera un pequeño oratorio en su casco, pero se llevó un disgusto: a la mañana, cuando fue a rezarle, la imagen no estaba. Todo el mundo batió el campo, pensando en un robo, hasta que alguien fue a lo del cura y se la encontró instalada en su oratorio original. La volvieron a llevar a lo de Matos, pero a la mañana siguiente estaba de vuelta en lo del cura amarrete.
Y ahí alguien pensó: ¿no lo extrañará a Manuel? El esclavo efectivamente liberto fue llevado con la imagen a lo de Matos y la imagen se quedó quieta de ahí en más. Fue un alivio para Doña Ana, viuda ella, que ya andaba sospechando que la virgen la criticaba por tener tres hijos de un estanciero cercano, casado el hombre... Manuel contaba, ya viejo, que la virgen era viajera y que cada dos por tres la encontraba en su altar, de mañana, con el manto mojado de rocío y con abrojos pegados. La secaba, la limpiaba y la retaba bajito por darle trabajo.
El que terminó organizando el culto de la ya Virgen de Luján fue el muy asmático clérigo presbítero Pedro de Montalvo, que casi muerto en el clima húmedo de Buenos Aires se hizo llevar a Luján a rogarle a la milagrera. Parece que llegó en las últimas y Manuel corrió a untarle el pecho con un poco de aceite de la lámpara de la virgen. Montalvo se curó, nunca más tosió y logró que lo nombraran el primera capellán de la milagrera. El fue el que organizó las primera peregrinaciones, que ya incluían pagadores de favores haciendo el recorrido descalzos.
Con el tiempo, creció Luján y la imagen pasó de oratorios pequeños a la catedral neogótica de hoy, pasando por un templo a la española y otro a la italiana. Quien mire la imagen como una pieza de arte será recompensado con un descubrimiento, que la virgen fue también víctima del estilo bombástico argentino. No es que la cambiaron, sino que la revistieron de manto, enorme corona, halo y media luna al pie. Lo único que se ve de la pieza milagrera es la carita y las manos unidas, empequeñecidas entre tanto boato.
Y un último misterio: ¿qué fue de la gemela que no se empacó en el río Luján? En Sumampa juran que su Señora de la Consolación es la hermanita brasileña, aunque las dos imágenes no tienen nada que ver: la santiagueña sostiene un niño Jesús en la falda...