William Harvey Estrada eligió una de las opciones y no se arrepentía. Le había costado adaptarse pero ahora estaba más que acostumbrado. Dejar la Tierra fue lo mejor, la situación era inestable, con grandes posibilidades de convertirse en calamitosa, y la propuesta de ser enviado al espacio y habitar otro planeta le pareció una buena salida. Tal vez habría otros tantos como él en otros mundos, pero no lo sabía.
Al principio, cuando era un recién llegado en ese planeta desconocido, cuando el traje que usaba para el exterior todavía se lo permitía, había recorrido el lugar, casi todo, porque no era de un gran tamaño. Salía de expedición, haciendo mediciones, investigando, efectuando pruebas, y después comunicando los resultados a la Tierra. Pero eso fue al principio. William Harvey Estrada se había cansado, el traje se deterioró con el tiempo ‑el Tiempo, esa gran incógnita para William Harvey Estrada- y ante la falta de resultados interesantes fue dejando de salir al espacio externo, acomodándose en la cápsula de la mejor manera que conocía. También con el paso de los días las cámaras que registraban el exterior se fueron averiando, pero no le importó.
Las comunicaciones con la Tierra, que al comienzo le resultaban imprescindibles, se espaciaron hasta que en un momento cesaron. No sabía la razón y ya no le preocupaba averiguarlo. La soledad que antes le pesaba hoy se le hacía natural y su rutina lo mantenía estable, casi podría decirse feliz. William Harvey Estrada era un hombre tranquilo, adaptado, que vivía su estado con alegría. No dejaba de sentirse afortunado: ser el único hombre vivo de ese planeta y quizá del universo, lo hacía sentir como una especie de elegido.
William Harvey Estrada disfrutaba de su vida. Tenía todo lo que necesitaba y en la cantidad justa como para no preocuparse por el futuro. La comida disecada ocupaba poco espacio, en láminas finísimas estaba organizada según sus nutrientes y la iba graduando de acuerdo a los resultados semanales de los análisis de su sangre. El agua compactada bastaba con consumirla una vez por mes, y era producida por la misma computadora que controlaba el aire del cubículo que habitaba. Los audiotextos lo mantenían entretenido, a veces seleccionaba solo audio y disfrutaba bailando. En cuanto a los nutrientes y vitaminas extras que requería su cuerpo los encontraba en las cápsulas violetas especiales para ese fin. Si bien vivía con luz artificial, una de esas cápsulas reemplazaba la vitamina específica que antes aportaba la luz solar. A veces, puesto a añorar, William Harvey Estrada deseaba sentir el calor de la luz del sol en su piel, la comodidad voluptuosa que experimentaba en su cuerpo cuando, antes, en la Tierra, se tendía en la arena para recibirlo; si le pasaba eso, sencillamente se exponía unos minutos a la lámpara de radiación ultravioleta y la melancolía de la extrañeza amainaba.
También estaban los alucinógenos, esas pequeñas píldoras amarillas que por unas horas le entregaban la sensación de estar saboreando alguna comida especial que echara en falta. O algún tipo de goce que su condición de aislamiento no permitía.
Lo único que no había podido reemplazar era el placer de estar tendido al lado de otro cuerpo, el contacto con la piel de otro humano. Una voz suave susurrando en su oído, el olor de otro cuerpo. En fin, cuando se llenaba de nostalgia siempre tenía a mano una acción autoerótica que lo consolaba.
Cuando se equipó la nave para su partida, la dotación de técnicos sugirió que no llevara un espejo entre sus pertenencias, pero él había insistido. Y hoy no se arrepentía. De vez en cuando se miraba comprobando que el tiempo no pasaba para su cuerpo. No registraba cambios significativos, no se encontraba canas ni arrugas. Sus expresiones seguían siendo las mismas y la turgencia de su piel no se modificaba. Su rutina de ejercitación con la máquina de entrenamiento no había variado en mucho tiempo. No sabía cuánto tiempo porque perdió la costumbre de medir el paso de las horas y los días. En un momento consideró que no era necesario, que su realidad no iba a variar por tener períodos marcados. Por primera vez se daba cuenta de que los humanos compartían la convención del tiempo porque los ayudaba a organizarse, pero estando solo ese ordenador no le era necesario. Elaboró la teoría de que su cuerpo permanecía inalterado, no se enfermaba ni envejecía, porque no estaba expuesto a los avatares de la interacción, a la tensión de la actividad laboral, a ningún clima de contaminación. Vivía en una burbuja aséptica sin estar sometido a la acción externa.
William Harvey Estrada se sentía tranquilo. Estaba solo pero acostumbrado. A veces se preguntaba si seguía siendo humano o se estaba convirtiendo en otra cosa; si estaba dando lugar a otra especie. Al principio se preocupó por la idea de la muerte, sobre todo pensando en qué pasaría con el mundo que conocía cuando él muriera, cuando no hubiera nadie más para transmitir la historia de la civilización que había conocido. Pero después dejó de interesarse por el tema. Lo único que podía remediar o modificar era su propia vida.
Y William Harvey Estrada dormía tranquilo, se relajaba, disfrutaba de su vida. Vivía. Hasta que un día al despertar sintió tres golpes fuertes en la entrada del tubo despresurizador, el que antes usaba para salir al exterior. Al principio pensó: no abro. Después se dio cuenta de lo absurdo de esa actitud. ¿Solo en el universo y no responder a un llamado como ese? ¿Dónde podía esconderse como para mostrar a quien estuviera del otro lado que él no existía? Absurdo, pensó William Harvey Estrada.
Se calmó, se miró al espejo en un gesto que sintió antiguo, se cubrió con la ropa que hacía tanto que no usaba ‑permanecer desnudo era un placer nuevo, desconocido para él‑ se dirigió a la compuerta y abrió.
William Harvey Estrada encontró unos ojos intensamente vivos, detrás de la única ventanita del traje que tenía enfrente. El resto del cuerpo no era visible, ni siquiera imaginable. Solo pudo ver una mano enguantada que sostenía un maletín. Una gran caja blanca que tenía escrito en su parte superior y con letras rojas: Equipo de Reproducción.
William Harvey Estrada se preguntó, antes de hacerse a un lado para dejar entrar al visitante, si aquello sería un experimento de laboratorio o si todavía seguiría existiendo el amor.