La mención más resonante de estos días es que el Gobierno debió retroceder, primero, y que después sufrió directamente una derrota. Los motivos son distintos pero hay cierto origen que es común.
El retroceso fue señalado como tal al cabo de haberse pactado con CGT y movimientos sociales una inyección de fondos extra, que habría desarticulado amenazas para la despedida del año en medio de una recesión confirmada por los números oficiales. Se consensuó un proyecto de emergencia social, y se debió acordar con los opo-oficialistas un nuevo esquema de impuesto a las Ganancias que se debatirá en el Congreso. El paquete no estaba en los planes de la orientación gubernamental. Lo forzaron las circunstancias, que ya distan de ser coyunturales. Después, el Senado tumbó la generalización del voto con boleta electrónica que el macrismo rotulaba pomposamente como reforma política. Por fuera o por dentro de la polémica sobre cuánto de seguridad ofrece ese sistema, lo objetivo es que el Gobierno lo necesitaba porque de lo contrario sigue dependiendo de las fiscalías radicales. No posee estructura propia de control en las urnas, pero la experiencia demuestra que hay demasiado mito en torno de las trapisondas electorales. Existen, desde ya, pero nunca al extremo de torcer las grandes voluntades populares. ¿O acaso Macri no es presidente por el voto de papel que iba a ensuciar el kirchnerismo, y acaso no lo fue Alfonsín cuando no era el preferido de la salida militar, y acaso no ganó la Alianza con el aparato oficial en contra? Los fraudes a escala masiva no son tradición argentina luego de la década infame. No alcanzan para excusar pérdida de popularidad.
Tras las elecciones del año pasado, se coincidió en que una de las causas de la derrota kirchnerista fue haber subestimado a la derecha y, en particular, a sus tácticas de marketing y su desarrollo en las redes. Esa explicación puede ser acertada pero no es completa porque, como lo reveló el ajustadísimo resultado gracias a la ofensiva o defensiva del último tramo, si el candidato del Frente para la Victoria no hubiera asumido una postura de moderación progre –que no lo diferenció sustantivamente ni de Macri ni de Massa, para la percepción popular– habría sido muy factible que ganara. El kirchnerismo cometió el error de hablarse a sí mismo a través de la figura avasallante de Cristina, mientras Daniel Scioli iba en una dirección híbrida cuya reversión, frente a la segunda vuelta, se mostró tardía. Y, siempre con el diario del lunes, fue expuesto un grueso de la población más proclive a confiar en el trazado del futuro, sin importar la vaguedad e irresponsabilidad de las promesas, que en los méritos de lo construido. Esos datos, se infiere, son más potentes que la habilidad publicitaria del macrismo para montarse en ellos. Guardan semejanza (no total, ni mucho menos) con el modo en que Trump supo interpretar el cansancio de tanto estadounidense de clase media y baja, capaz de confiar en el monstruo bueno por conocer que en el mediocre conocido; con la “sorpresa” de que los británicos eligieran salirse formalmente de la Unión Europea, y con el avance de una fuerza francesa xenófoba con chances de éxito en elecciones presidenciales. La pericia marketinera nunca sale de un repollo, sino de los intérpretes que saben leer, y ejecutar, los caldos de cultivo. Pero la representación que devino entre nosotros es la de unos sabios propagandísticos aptos para firuletear mejor que el relato o las virtudes K, y punto. A eso le sobrevino la luna de miel tradicional, el primer período PRO, ubicable hasta alrededores del segundo semestre de despegue económico que jamás llegó. Fueron las instancias de saber aprovechar expectativas de gobierno decidido. Sacaron las restricciones cambiarias que la destreza cultural denominó “cepo”; echaron trabajadores estatales que el humor social sólo identificó como ñoquis y choriplaneros; se cargaron la ley de medios; arreglaron con los buitres en nombre del mundo financiero que abriría sus puertas porque había terminado el populismo filochavista y, sin costo político, se animaron incluso a la pretensión de colar por la ventana a dos jueces supremos.
En degradé no abrupto sino lentamente progresivo, que se mantiene como tal y hasta con tolerancia apreciable porque es muy complicado asumir la equivocación de haber creído en globos de colores, desde mediados de año empieza a cundir no el pánico pero sí la desconfianza. Visto por varios de los gurús, analistas, periodistas y dirigentes profesionales o políticos del propio establishment, Argentina retomó una senda de endeudamiento externo sin más ton ni son que financiar su déficit estructural de divisas. Para peor, con inexistencia de un programa armónico en la economía y choques abiertos entre las ramas ortodoxas y las gradualistas. ¿Extrañan al kirchnerismo? Ni por asomo en lo relativo a estilos de conducción que les afectaron antes sus símbolos que sus ingresos. Sin embargo, con Kirchner y Cristina sabían a qué atenerse y regía una orientación clara. Hoy, en cambio, saben que producir carece de mayor sentido porque la conveniencia es apostar a la timba financiera. Querer asegurarse en una ruleta suena ilógico pero, en tanto clase dominante, conocen que podrán zafar como ya lo hicieron en 2001. La llamada gente del común, ajena a las elucubraciones de ratio PBI-deuda externa, inversiones que no aparecen y que en caso de hacerlo demandarán largo tiempo de efectividad, perjuicios por el triunfo de Trump, disputas de Prat Gay contra Sturzenegger y de la UIA contra el complejo agroexportador, simplemente sufre que su poder adquisitivo se desplomó, que los comercios fluctúan de vacíos a cerrados, que la estabilidad laboral es de todo menos eso. Y que si antes había el rechazo hacia las formas hay ahora la profundidad oscura de los fondos. De a poco, como quedó dicho y todavía con el beneficio de una oposición asimilable a una runfla de ventajerismos personales, asoma que la echada grasa militante fue reemplazada por un Ejecutivo de CEOs sólo atento a gobernar para los ricos (a más de haber agregado unos 47 mil empleados estatales); que sin plata en el bolsillo de la gente, y en consecuencia sin consumo, y más luego sin necesidad de producción, y como si fuera poco con avalancha de bienes importados, no tiene consistencia detenerse a mirar optimistas el horizonte. Y que el barro de administrar y la comodidad de hacer campaña no se llevan bien.
Esto último es lo que blanqueó el presidente de la Cámara de Diputados, Emilio Monzó. No interesan las razones de despecho personal que lo hayan conducido a decir lo que dijo. Y lo que dijo es que Cambiemos nunca fue un partido sino una eficaz componenda electoral. A nadie debería escapársele la coincidencia entre sus dichos y los del massista Roberto Lavagna, quien produjo otro tembladeral al prevenir que en sus efectos económicos esto es lo mismo que la dictadura y el menemato. Se agregó Carlos Melconian, titular del Banco Nación, advirtiendo que debe fijársele un límite a la fiesta de endeudamiento con los papelitos externos. Y la guinda la colocó Miguel Ángel Broda, ícono de los ultristas, al aceptar en público que las cosas no están saliendo como pensaban. También avista algo la doctora Carrió, quien parece estar buscando un atajo para licuarse y no sólo por su manía de destruir lo que contribuye a edificar. Todo esto, contemplado desde las cuestiones de imagen que tanto atribulan al PRO, vino a resumirse en el fragmento de la entrevista concedida por Macri a Clarín y que se viralizó en las redes. La charla transcurría por lógicos andariveles amables, hasta que el colega Marcelo Cantón lo interrogó por la falta de recuperación del consumo. El balbuceo de Macri –en realidad bastante más que eso, porque su desconcierto lo condujo a preguntarle al periodista qué haría él en su lugar– adquiere una dimensión que no tardó en asimilarse a algunos estadíos emocionales de Fernando de la Rúa. Se notó de todo, menos la convicción de un jefe de Estado. Macri apenas masculló el recitado de la emisión monetaria cual causante de la inflación, como si ese argumento no hubiera quedado en los archivos desmentidos por la historia; como si su gobierno no estuviera supliendo la impresión de billetes con los intereses descomunales de los bonos que emite, y como si no hubiera ocurrido pocos días antes de que debiera dar marcha atrás frente al clima social, gremial, callejero, y garantizarse aunque sea una paz de fin de año a través de inyectar plata de emergencia en el circuito de consumo popular.
En otras palabras, si fuese correcto que, en su momento, se minimizó a la coalición de derechas, ahora podría serlo que se sobreestimó su capacidad de gobernar. No porque no tenga claras sus intenciones. Sí porque sus tan mentados cuadros más parecen unos dibujos al paso.
Opinión
Una derecha sobreestimada
Este artículo fue publicado originalmente el día 29 de noviembre de 2016