Las crónicas indican que el 7 de febrero de 1991, un trozo de la estación rusa Salyut 7 cayó en el patio de una humilde vivienda de la localidad de Capitán Bermúdez, provincia de Santa Fe, Argentina.

El fragmento , muy parecido a un lavarropas de carga frontal, fue hallado semienterrado en el patio, a pocos metros de la vivienda de Ana F. Por aquellos días las noticias aseguraron que no hubo víctimas fatales ni daños mayores.

Eso se dijo, claro…

Ana estaba inquieta. A sus 50 años su vida era como el brazo seco de un río: no tenía sentido ni contenido, apenas ronda interminable de mañanas y noches monótonas, siempre igual, siempre así.

Se levantaba apenas amanecía, y luego de los mates con algún bizcocho (que sería todo el combustible del dia) comenzaba su jornada hasta la deseada llegada de la noche. Deseada, pero odiada también, porque era el preanuncio de otro día exactamente igual por llegar.

En su vida no había nada importante para consignar, más que la trashumancia familiar en busca del pan que la trajo de otras tierras; un recorrido de pobrezas que convierten al olvido y la indiferencia en un recurso indispensable para salir adelante, pero también el ingenio, que no le dio para poder escapar de su chata existencia, pero sí para subsistir en ella.

Luego siguieron la mudanza de miserias, de la pobreza de la casa familiar a la casa de Albérico, su pareja en la huida; las noches que la dejaba sola por su trabajo en el turno de Celulosa y las consiguientes escapadas al boliche, que la convirtieron en la prisionera de siempre en una nueva celda.

Y la plata que no alcanza, y un dolor seguido de una compensación: una borrachera con paliza incluida, luego una cocina nueva; una semana de pesca con los amigos, otra paliza, el lavarropas.

El lavarropas. El Candy ("importado!!!!", gritaba Albérico) de carga frontal, el que fue la indemnización de sus años con él. Años de encierro, de celos porque sí, de golpes y de No: No estudiar, No salir, No tener hijos. Un gran NO.

La caída accidental (si se puede llamar así a caerse de una chimenea completamente borracho) la exoneró de su pareja (y de la pensión), y una vez más trocó unos pesares por otros.

Porque se libró de los golpes, pero no de la pobreza y los recuerdos.

Y así fue, a fuerza inteligencia o instinto de supervivencia, empezó de nuevo.

Usó su primitivo ingenio, la bici de reparto que fue de su padre, y el bendito lavarropas.

Y fue lavandera.

Apenas despuntaba el sol, se arrimaba a la cuadra de la panadería La Imperial, donde Miriam, la dueña, le prestaba el teléfono para que le dejen los pedidos, El teléfono era un artículo de lujo y el plan Megatel no era para cualquiera.

Lavaba en el patio de su casa (el lavarropas lo tenía en el medio del patio conectado a un enchufe que le había tirado, enganchado del alumbrado, el electricista solidario del barrio). Ahí mismo tendía. Tanto trajín le daba para vivir. Y para morir, porque es lo que sus huesos sentían cuando caía el sol.

Pero no esa noche. Estaba inquieta. El calor estaba presente y apretaba como una tenaza. Sin viento, todo estaba inmóvil. El sonido de cumbia de las casitas cercanas marcaba un latido en la quietud de la noche.

Aprovechando el calor, colgó la última tanda (las camisas de acrocel secan igual) y aprovechó uno de los pocos gustos de esa tarea: mirar el cielo.

Sobre ese horizonte de pilchas gastadas alzó la vista (escapando del vórtice del remanso del Candy) y miró las estrellas. A través, claro, de la siempre presente pluma de la chimenea de la fábrica.

Fue cuando vio lo que vio. La luz, apenas arriba de la chimenea, ganando con su resplandor al vapor de cloro.

No era muy distinta a cualquier lucecita de esas colgadas en ese telón negro que cubría el pueblo, y ella no era curiosa respecto a esas cuestiones; pero ese día, tan igual a otros días, a sus días, Ana sentía algo distinto, quería algo distinto.

“Está creciendo“, pensó.

A medianoche recogió la ropa ya seca, calentó la pava y, mate en mano, se sentó en el patio junto a su fiel compañero de tareas a mirar el cielo. Se durmió con el mate entre sus manos, como rezando una plegaria.

El estruendo que la despertó fue total. Una inmensa pelota de nada la golpeó violentamente. No tenía aire, pero no como asfixiándose, sino detenida en un instante. La sucesión de actos idénticos que era su existencia, la habían llevado a no preguntarse nunca qué pensaba, si estaba bien o mal. Pero en este momento quieto por primera vez se sintió despierta.

Reaccionó para darse cuenta que estaba atrapada en un sentir muy intenso, sin luz, aromas o sonidos. Sentir todo, como un océano (aunque no lo conociera). En ese brillo volvió a las mañanas de su niñez en Nogoyá y las flores de lino hamacándose en las cuchillas. Todo era suave y plácido.

Y supo que quería irse. Y cómo.

La esfera dorada, intensa, estaba a tres pasos de ella y su silla destrozada. “Me llevará”, se dijo, decidida, con un saber de no sé donde ni cuando…

Los lugareños que se dice que presenciaron el fenómeno cuentan que a eso de la una de la mañana, una bola más luminosa que un fuego cruzó el río Paraná desde el horizonte y pegó directo en el ranchito donde vivía Ana. “Una señora sufrida –cuentan los vecinos– que seguro se volvió a sus pagos después de remarla sola y sin ayuda”, algunos años después de la muerte de su violento marido.

Cuentan que no hubo explosión, sino que por un instante, “el mundo pareció detenerse”, con un flash cegador, enorme, para una fotografía al pueblo entero. No faltó el trasnochado (siempre los hay en verano y con este calor) que asegurara que de ese globo de luz, surgió, como un animalito que sale disparado huyendo de su cazador, un cuerpo dorado…

Pasaron los días y las versiones, y todo volvió a lo de siempre.

Nadie reparó mayormente en la ausencia de Ana.

Eran los 90, los laverrap, los celulares y los viajes a la estratósfera ayudaron a que así fuera.