Como en un circo la mujer se exhibe pero ella misma es también la maestra de ceremonias. Su cuerpo y su sensualidad son un fenómeno, algo que va a provocar la tragedia. Por el momento los hombres a su alrededor ofician de coro, de músicos con una impronta contemporánea porque este drama ocurre en el siglo XIX pero algunos recursos de la puesta proponen un anacronismo que hace evidente la ilusión.
Lulú. Una tragedia monstruo surge como un cuadro de cabaret. Cintia Miraglia, como directora, parece inspirarse en las formas actorales de la película de Bob Fosse. Hay un efecto hacia el público, una complicidad, una capacidad para resolver cuadros musicales con recursos mínimos y una voluntad de darle a las canciones una importancia narrativa.
Esta ópera creada por Frank Wedekind en 1894 podría haber sido una pieza tomada por Bertolt Brecht en su diálogo con el cabaret berlinés. Aquí se observa cómo las aventuras de esta mujer que hizo de su sensualidad un recurso para sobrevivir, adquieren una impronta política. Iride Mockert es la actriz que hace de Lulú una figura siempre desafiante y que juega las escenas desde una estética paródica. En esta línea su trabajo, en sintonía con Horacio Marassi, ofrece una variante narrativa ligada a la ilusión, a poner todo en tiempo en evidencia el carácter ficcional de la obra.
Hay un artificio en la puesta ligado a esa estética circense donde los músicos devienen en personajes y los actores se ven obligados a funcionar como operarios dentro de la escena porque en Lulú el drama se sostiene en la lógica de la representación que forma también parte de la trama. Lulú siempre actúa: cuando dice no amar a esos hombres que se convierten en sus maridos, cuando simula pasión y cuando necesita estar arriba de un escenario porque allí, en la ficción, se inscribe su naturaleza. Iride Mockert sabe cómo combinar el drama, la identificación, con ese itinerario desolado de la protagonista y convertir el conflicto en parte de un espectáculo.
Lulú tiene una estela tanguera que Cintia Miraglia interpreta de manera sutil. Lulú es la muchacha que se deja ganar por las luces del cabaret porque no acepta la supuesta honradez de la vida pobre pero, a diferencia de las mujeres del tango, ella hace de su sensualidad una estrategia para ganar, para disputarle a los hombres las decisiones sobre su destino. Mientras el personaje que interpreta Horacio Marassi cree que lleva la acción (este hombre, que se gana la vida como crítico teatral, se siente el director de cada situación, el portador de un saber que define los hechos), es ella la que trama cada situación, la que envuelve a los personajes, la que los marea con sus contorsiones voluptuosas.
En la dramaturgia de Wedekind se expresa un gusto por la bohemia que entra en conflicto con la vida burguesa. Cada vez que Lulú logra establecerse con un hombre de fortuna la invade un aburrimiento similar al que experimentaba Madame Bovary. Se podría pensar que la muerte de cada uno de sus maridos (contadas desde el efecto espectacular de un musical) suceden por obra de ese tedio. El erotismo, que era un tema determinante en el pensamiento y la vida de este autor alemán, no puede soportar la normalidad gris de un matrimonio, necesita de la aventura, de la insistente irradiación de un deseo que tiene como finalidad descolocar, desarmar lo establecido, generar una desmesura que Lulú parece controlar pero que para los hombres que la conocen es definitiva. Esa atracción sólo se termina con la muerte. Ella es una conquistadora que nunca consigue enamorarse y eso la convierte en una figura monstruosa, anormal. Podríamos decir que su atuendo circense expresa esa excepcionalidad que Lulú defiende y perfecciona como su verdadero arte.
Lulú. Una tragedia monstruo se presenta los sábados a las 20 en el Portón de Sanchez