En el recuerdo de la hazaña Rossa es Zazel, el seudónimo con el que se hizo famosa a los catorce años cuando se convirtió en la primera persona en volar como una bala. Sí, el primer hombre bala fue una mujer y es con ese titular con el que se la recuerda: "Zazel, la hermosa bala arrojada de las fauces de la muerte a los brazos de la fama".

Zazel, el primer proyectil humano de la historia que en 1877 voló por los aires tras el disparo de un cañón en el Royal Aquarium de Londres (el recorrido sideral varía entre seis y veinte metros según las crónicas y la exageración de los anhelos) aprendió a caminar en las arenas de un circo. Su mamá era bailarina y su papá, un contratista de estrellas circenses, el elenco de sus luminarias incluía animales. 

La nena que sabía cómo caer (había que aprender a caerse antes de mirar al suelo desde arriba) y era parte del espectáculo antes de cumplir los seis años, se fue a los doce tras un grupo de acróbatas japoneses y tailandeses (siameses de Siam en tiempos de Zazel) para aprender los secretos del equilibrio. Reina inaugural de los estruendos aéreos, aunque según algunas fuentes disputa el reinado con The Australian Marvels, una pareja (Ella Zuila y George Loyal) que se lanzó en cañón ardido unos años antes, volaba expulsada dos veces al día con butacas llenas en las dos funciones. 

Para la prensa era graciosa, rápida, nada temerosa y sonreía confiada en erupción volcánica sin fuego ni lava. Ella era el fuego. Si ella no sufría ¿por qué iba a sufrir quien la mirara?, decía el dueño del circo mientras sabía que la adolescente podía morir cada vez que se disparaba el cañón si sus extremidades no estaban rígidas, si por error se disparaba antes, si no caía ligeramente tras la zambullida, si la red estaba podrida. 

Con valses compuestos para la ocasión, la ansiedad era una apuesta pagada y la excitación, el premio mayor. Ahí estaba como un misil de gala volando por el espacio y aterrizando sana y salva sobre una red, ahí estaba saludando y haciendo reverencias frente a un público que no dejaba de aplaudirla mientras el humo que la había acompañado en el despegue desde la boca del cañón seguía rondando por el escenario. 

Zazel fue acróbata de cuerda floja, trapecista, actriz, cantante, bailarina, empresaria amante de la ópera (con compañía propia que fundó con su esposo) y una militante del uso de las redes de seguridad en los espectáculos de riego y en la salud pública: aplaudida por bomberos saltaba desde la ventana de un edificio para demostrar que una red bien puesta salvaba vidas. Sabía de riesgos, había lidiado contra ellos cada vez que en su nombre buscaban prohibir su lanzamiento “morboso” y “suicida”. 

Se lastimó muchas veces, no siempre la red que debía abrazarla estaba en buenas condiciones, pero siempre volvía a escena, aunque tuviera que hacerlo con las manos vendadas. La última función fue en Nuevo México cuando por un malentendido de señas con sus compañeros cayó al suelo mientras hacía acrobacias sobre un cable. El público pensó que estaba muerta. La mujer bala con la espalada rota pasó varios meses de cuerpo entero enyesada. El olvido y la muerte llegaron después, vivía en un asilo de la Londres sureña, tenía setenta y cuatro años. La chica atlética de la “figura perfecta”, la gimnasta exigida que se deslizaba como si naciera el día en el cuerpo que vuela inspiró documentales, escenas de películas y personajes en el aire de las apariencias donde la intemperie no pierde el equilibrio. Plegarias del cuerpo en destello.