Se “arenga” a la maternidad con el discurso de que “podés hacer todo”, ser madre no te coarta esa posibilidad. Las madres sabemos bien que eso no es así. En primer lugar, porque el todo no es posible, ir hacia el “todo” o “ir por todo” solo puede instalarnos en el lugar de la impotencia, nunca es posible el “todo” ya que siempre habrá un resto que quede por fuera. Es del no-todo de donde venimos, transitamos una vida lideando con la frustración de los ecos de ese no-todo y nos iremos de esta vida sabiendo que el no-todo es la única posibilidad en la vida humana para realizar ese pasaje de la impotencia a lo imposible. Asumir la imposibilidad es también un aprendizaje, un acto de hacer posible un lugar, una función, una forma de amar.

Según A. Duffourmantelle, la mujer guarda desde tiempos inmemoriales una estrecha relación al sacrificio. En la mayoría de los casos, la madre que habita en la mujer sacrifica incluso su propia femineidad.

Amamos a nuestros hijos como un todo, como una totalidad que deberá devolver con su propia vida todo lo invertido: costo emocional, físico, económico, temporal. No advertimos que los hijos no nos pertenecen, los afiliamos a la vida, a nuestra vida, a nuestra cadena generacional, para otorgarles un lugar posible desde donde ser amados. Luego, serán ellos/as quienes tomen decisiones, quienes nos digan que sí y que no.

Pero, ¿cómo asumir esta posición sin sentir el horror del resquebrajamiento del propio narcisismo? “Tus hijos no son tus hijos, son los hijos de la vida”, enunciaba un viejo dicho. Siempre me pareció demasiado desprendido, ¿qué sería ser un hijo de la vida? ¿nadie se va a hacer responsable por haberme traído a este mundo?

Es en ese punto, en esa intersección, cuando la palabra tiempo crea un surco, un antes y un después. Y no por lo que la Ley nombra como “menor de edad” es que quedo implicada como madre, sino porque el paso del tiempo también va nombrando distintas posibilidades de hacer-se madre.

No será lo mismo ser madre de un bebé, de un niño de 6 años, de uno de 13 años, de uno de 20, etcétera. Son maternidades distintas. El tiempo “cucharea” en esa mujer madre para que registre ese pasaje, no solo de la propia existencia como mujer sino también de su existencia como madre. El tiempo es la variable clave por la que estaremos a mayor disposición y también es cierto que en la crianza de un hijo esa disposición irá variando, varía porque es el tiempo el que nos habla y nos pone de manifiesto que las cosas han ido cambiando, que ya no nos necesita para su higiene personal, para dormir solo, para sociabilizar, etcétera.

Con el paso de los años, los hijos nos van demostrando que somos cada vez más las madres las que necesitamos que se detengan, no para que ellos no crezcan, sino para que nuestro acercamiento a la finitud no sea haga tan evidente.

Las madres de los hijos/as que parimos o adoptamos o buscamos o no buscamos, tenemos una relación a nuestros propios miedos: un monstruo enorme que merodea por toda la casa y nos encuentra en el cuerpo. Encuentra que en ese devenir temporal ya hemos transitado una porción de vida y que sin embargo, ese dolor que la infancia nos trazó, es susceptible de renovarse frente al dolor de un hijo/a. Nuestra propia infancia retorna en la actualidad para revelarnos que aquello monstruoso a lo que tanto temimos sigue allí y que, aún peor, en el fondo, y en muchos casos, no tiene nombre, es una “cosa”.

Es un monstruo que nos ha permitido vivir varios años con una calma tramposa, resonando en el transitar de nuestra vida en situaciones esporádicas (que, de todos modos, siempre tienen un contexto, ciertas coordenadas, etcétera).

Durante la infancia existen noches larguísimas, donde hijos/as y madres/padres no duermen, duermen mal, entrecortado, etcétera. Es allí cuando aparecen los monstruos, los miedos, los sonidos, la oscuridad; a veces, incluso con la luz prendida no se diluyen del todo. Es allí cuando “la madre” va a socorrer a su hijo/a, no a quitarle el miedo (aunque tengamos esa intención), sino a marcar que ella va a sacrificarse, dejando su cama y yendo a la del hijo para que pueda dormirse. En definitiva, su sacrificio devuelve la calma al hijo y se duerme.

El sacrificio de la madre dice que es capaz de “todo” por la calma de su hijo/a. Acaso, ¿no somos capaces de todo con tal de que nuestros hijos esten lo más lejos posible del dolor, del miedo, de la angustia? ¿Cuántos sacrificios realizamos a diario? Y luego, por supuesto, claro que nos quejamos agotadas, agobiadas, angustiadas, de haber realizado “todo” por nuestros hijos ¡y encima, no lo agradecen! Y aunque lo hagan, nunca será bien retribuida nuestra tarea y todas las renuncias que hemos realizado.

Parafraseando a Duffourmantelle, el sacrificio es un acto de desobediencia. Pero agregaría lo siguiente: una desobediencia frente al hombre, en ese aspecto puede el sacrificio hacia un hijo cobrar el carácter de rebeldía. Y en este punto el sacrificio materno tendría una doble vertiente: hacia el hombre y hacia el hijo. En el primer caso, la madre para con el hombre comete un acto de rebeldía; en el segundo, produce una factura que nunca podrá ser pagada por un hijo y menos si con su vida sacrificada es ella misma quien se ha arrojado al abandono.

La madre produce a lo largo del tiempo en el hijo la ecuación ilusión-desilusión según Winnicott, pero no para que su hijo/a sea un desilusionado y se instale en la frustración, sino para que vuelva a ilusionarse, esta vez con tantos otros deseos que constituirán su vida, una vida por fuera de su madre.

Una madre se sacrifica, pero no sólo por su hijo/a, aunque parezca eso, se sacrifica en definitiva para rebelarse ante el hombre y se sacrifica más que nada para tomar el trono, fortalecer su narcisismo (el cual extiende al niño) y rellenar los surcos que el paso del tiempo van produciendo en ella. También, una madre se sacrifica por su hijo/a porque no puede ser madre por fuera del sacrificio, porque así es como se ha instalado, desde el principio de los tiempos, desde todas las religiones, lo que es ser “una buena madre”.

La madre transita su sacrificio haciendo las veces de artificio de un engaño: genera la creencia de que hay “garantía”, le decimos a nuestros hijos/as “confiá en mamá”, “todo va a estar bien”, ella misma sabe que no lo sabe, sin embargo este artificio es tan importante en la infancia. ¿Habría posibilidad de producirlo sin transitar el sacrificio?

Y de nuevo la variable del tiempo, una cosa será producir dicho engaño para que se constituyan ciertas fortalezas en nuestros hijos y otra muy distinta será replicar ese engaño a lo largo de los años, haciendo de cuenta que el tiempo no pasó. Es allí donde la madre eterniza ese lugar agónico, paradójicamente se mantiene joven siendo la madre de un niño/a aunque ella ya ha crecido y su hijo/a también. El artificio del engaño se instala porque ha sido replicado en el tiempo, así se pasa del engaño a la traición: se han traicionado los lugares filiatorios, madre e hijo no pueden existir haciéndose partenaire el uno del otro. De este modo, la madre pierde su lugar de protectora, cuidadora, criadora y ha sacrificado incluso su propia femineidad.

La construcción de la maternidad es cada vez sin garante, allí donde podemos ubicar que lo que nos hace devenir madres es un hijo/a, y que eso mismo es lo que garantiza nuestra maternidad sosteniendo la posición de que la garantía misma no tiene un garante, adherir a un hijo/a a la trama filiatoria de nuestra historia como madre es en primera instancia inscribirlo en toda una genealogía, no hay hijo por fuera de eso. En segundo lugar, asociamos a nuestro hijo a un deseo que no le concierne en su totalidad porque deseamos por fuera de nuestros hijos, deseamos una intimidad que no es monocromática, sino que contiene todos los colores de lo que amerita la vida de cada mujer. Quedarnos instaladas en el sacrificio será la posición de aquella renegación del paso del tiempo. Finalmente, somos no-toda madre, somos madres porque en el conjunto “madres” algo quedó por fuera (sino no habría conjunto), somos impotentes si nos paramos en el todo y somos pura potencia si nos posicionamos en el no-todo. Así, siendo humanas, la maternidad sin garante garantiza la posibilidad de continuar deseando ser madre.

Florencia González es psicoanalista. Autora de “Lo incierto” (Ed. Paco, 2021).