En 1973 yo tenía 20 años, y ella uno menos. Todos los que estudiábamos música estábamos más o menos enamorados de Blanca, cada uno a su estilo: estaba el que la miraba con ojos de buey siguiendo el tren, el que tiraba las partituras a su paso para tener el pretexto de detenerla, y al mismo tiempo tema del que hablar. Yo me reía. Me reía en grande. Sin embargo, ¡qué difíciles y amargos habían empezado a ser aquellos tiempos!
"En Chile la noche es eterna", decía ella, citando a Ennio Moltedo. Tenía la voz cóncava, como si surgiera por entre bóvedas, y eso magnificaba su atractivo. De hecho, era contralto, como el personaje de la gitana en Il Trovatore de Verdi.
A veces, se ponía a hablar de su madre, que vivía en el barrio Yungay de Santiago, propensa a proponer epitafios: "Aquí yace Juan García, que con un fósforo quiso saber si había gas... y había".
Ambos nos echábamos a reír hasta que nos dolía el estómago. Yo tenía toda la impresión de que Blanca ya había contado varias veces esas historias a otros, pero ella reía como un géiser, como si fueran episodios que acabara de recordar.
La cintura --que lindaba con el grafiti, tan juncal, tan concisa-- parecía escrita. Era lo único de ella que se podía mirar más o menos con tranquilidad. Hacia el septentrión y hacia el meridión estaba el infierno. Una vez me pescó sopesándola como un maníaco: "Parezco hecha a mano, ¿no?", me dijo, mirándome a su vez con una muesca dolosa en los ojos. En aquella ocasión no me hizo reír.
Una tarde nos citamos a la orilla del río, que por entonces estaba vedada a la ciudad por espesos paredones. La encontré sentada sobre un murete, de espaldas a mi ansiedad, con las piernas fluctuando sobre el agua y murmurando. Cuando me vio se sonrió de oreja a oreja. "¿En qué estabas pensando?", le pregunté, con el temor de estar cometiendo un error. "En lo divertido que es tropezar con un adoquín, siempre y cuando le ocurra a otra persona". Pero me miró con una tristeza húmeda y triturada en los bordes.
Las (escasas) veces que lograba quedarme a solas con ella, hablábamos de plástica y ensayística chilenas, leíamos poesía y novela chilenas, cantábamos canciones chilenas. Para mi generación, la de los ’70, Chile y Argentina compartían cultura.
A veces tenía la impresión de que Blanca miraba pasar el tren con su admirador de ojos bovinos, recogía partituras con el que las tiraba a su paso, y reía conmigo, todo con el mismo glamur, la misma pasión y seducción. Pero ¿no son acaso los celos un ingrediente del amor?
La madre de Blanca repetía un refrán: "Cuando el hombre es celoso, molesta; cuando no lo es, irrita". Prefería molestarla a que se enojara, en pocas palabras. Fue así. Así es como lo recuerdo y como era ella.
El martes 11 de septiembre estábamos ensayando con el grupo del que formaba parte, y empezamos a enterarnos de que estaban atacando La Moneda, de que arreciaba el golpe de Estado, de que habían suicidado a Salvador Allende. A eso de las 6 de la tarde llegó Blanca. Esa noche teníamos que tocar en una peña.
Fuimos y supimos que el recital se había levantado. El boliche era un sótano y nosotros nos quedamos en silencio en la parte de atrás. El tiempo se escurría por debajo de un alambre de púas. Noté que ella ya no estaba.
Cuando subí y salí a la calle, se había sentado sobre un umbral y lloraba y lloraba sin cesar. Yo no sabía qué decir, qué hacer, cómo calmar mi desconsuelo, como podía ayudarla. Nunca, con mujer alguna, hemos llorado tanto. Y nada recordé tanto como ese día. Hasta hoy.