Cuando era estudiante de segundo año en la universidad, encontré, descubrí o inventé un país en Europa Central llamado Orsinia. Orsinia me dio una entrada a la ficción. Me dio el suelo, el espacio que necesitaba. Había estado escribiendo historias realistas (burguesas de Estados Unidos, 1948) porque realismo era lo que se suponía que un escritor serio debía escribir bajo el dominio del modernismo, que había decretado que la ficción no realista, si no un mero juego de niños, era basura.

Yo era una escritora joven muy seria. Nunca tuve nada en contra de las novelas realistas y amé muchas de ellas. No tengo una mentalidad teórica y ni siquiera traté de cuestionar o discutir este empobrecimiento arbitrario de la literatura. Pero pronto me di cuenta de que el terreno que ofrecía a mi talento particular era pequeño y pedregoso. Tenía que encontrar mi propio camino en otra parte.

Orsinia fue el camino, situado entre la actualidad, que se suponía que era el único tema de la ficción, y los reinos ilimitados de la imaginación. Encontré el país, dibujé el mapa, escribí historias sobre él, escribí dos novelas sobre él, una de las cuales se publicó más tarde con el título de Malafrena, y lo revisé felizmente de vez en cuando durante muchos años. Las primeras cuatro historias de este volumen son cuentos de Orsinia, y la primera de ellas, “Hermanos y hermanas”, fue la primera historia que escribí que sabía que era buena, que estaba bien, que era lo más cerca que podía llegar. Por aquel entonces yo tenía veintitantos años. Desde el relato “Las llaves del aire”, escrito en 1990, no he tenido noticias de Orsinia. Echo de menos oír cosas de mi gente de allí. No creo que “El diario de la Rosa” tenga lugar en Orsinia, me parece que más bien en Sudamérica, pero el protagonista tiene un nombre propio de Orsinia.

A principios de los años sesenta, cuando finalmente comenzaron a publicarme historias, estaba bastante segura de que la realidad a menudo se representaba mejor de manera oblicua, del revés o como si fuera un país imaginario, y también que podía escribir sobre cualquier lugar y cualquier cosa que quisiera, con esperanzas aunque sin ninguna expectativa de que alguien, en algún lugar, lo publicara.

Incluso podría escribir realismo, si quisiera.

Los relatos “Mensajes”, “Sonámbulos” y “Mano, copa, concha” son de la colección Searoad, y tienen lugar en el actual Oregón, en una ciudad costera disfrazada a medias que llamo Klatsand. El protagonista de “La dirección del camino” aún vive al lado de la autopista 18, cerca de Mc-Minnville, en Oregón. “Chicas Búfalo” se desarrolla en el desierto alto del este de Oregón. “Ether, OR” se mueve entre el lado este seco y el lado oeste verde del estado de una manera pacífica, improbable y corriente que creo que es algo que aprendí viviendo en Oregón durante cincuenta años.

“El burro blanco” parece estar en una India soñada y “El arpa de Gwilan”, en algún lugar a lo largo de las fronteras de una Gales de fantasía. La ubicación espacial de historias como “El mar es inmenso” o “Los niños perdidos” es irrelevante, aparte de que ocurren en Estados Unidos: reflejos de un momento en la vida estadounidense. “El león de May” está ambientada en el valle de Napa de California, donde pasé los veranos eternos de mi infancia, y “Las cuatro y media” se desarrolla sobre todo en Berkeley, donde crecí.

“Las cuatro y media” es puro realismo, pero de una forma algo inusual. En un taller de escritura de un día en San José, el profesor de poesía y yo intercambiamos clases después del almuerzo: él consiguió a mis escritores de ficción y les hizo escribir poemas, y yo obtuve a sus poetas, a quienes se suponía que debía enseñar a escribir cuentos. Montaron un gran alboroto; los poetas siempre lo hacen. ¡No, no, soy un poeta y no puedo contar historias! Les dije que sí podían. “Les daré los nombres de cuatro personas y diré su estado relativo; y las pondrán juntas en un lugar específico, las observaran un rato y verán que su relación les da el comienzo de una historia”. (Me inventé todo esto en el acto). Los cuatro nombres de personajes que les di fueron: Stephen, un hombre mayor en una posición de poder o autoridad relativa; Ann, joven, sin autoridad; Ella, mayor, sin mucha autoridad, y Todd, joven o muy joven, sin ninguna autoridad.

Una valiente poeta se fue a casa y cumplió la tarea; me envió su relato y era bueno. Volví a casa y realicé la tarea ocho veces, usando esos mismos cuatro nombres (más algunos extra, como Marie y Bill). Se lo envié a The New Yorker. Fueron buenos y publicaron la pieza. Los comentarios que obtuve mostraron que muchos lectores se esforzaron por convertir a los ocho Stephens en un Stephen, a las ocho Ellas en una Ella. No se puede hacer. Las ocho historias breves de “Las cuatro y media” incluyen alrededor de treinta y dos personas diferentes, treinta y dos personajes diferentes, además de Marie y Bill a veces. Las ocho historias tienen que ver con el poder, la identidad y las relaciones; ciertos temas e imágenes se repiten en ellas y se entrelazan, y todas tienen lugar alrededor de las cuatro y media de la tarde. Todavía estoy satisfecha de mi tarea.

Extracto del prólogo al primer volumen de la antología Lo irreal y lo real, publicada originalmente en 2012, en la que la autora seleccionó sus cuentos preferidos. Este primer tomo, subtitulado Dónde en la Tierra, compila sus relatos realistas, y acaba de ser editado en Argentina por Minotauro.