Como cada vez que puedo, hoy también te acompaño al Semillitas. Te doy un beso en la entrada, antes de soltarte la mano y colgarte del hombro tu morral pesado que se bambolea chocándote las rodillas. Esta simpática bolsita de jean que lleva tu nombre bordado es el primer peso que cargás, el lastre de la obligación que ya podés intuir, el de la rutina, el disciplinamiento oculto bajo la máscara de la merienda y el juego.
Te digo "Chau, mi amorcito", y vos, mirándome a los ojos, decís muy alto para que el resto escuche: "Chau, papá". Y como cada vez que repetís este "chiste", te vuelvo a responder haciéndome la enojada: No soy un papá. Igual que hacés siempre después de mandarte lo que considerás una travesura, largás una carcajada bien sonora y te esfumás rapidito de mi vista.
Así atravesás la puerta del jardín y yo me quedo sola, sintiendo expandirse un radar que a mi alrededor capta las miradas de las otras madres, el rumiar de sus pensamientos que imagino tranquilizados por depositar en vos el deseo de la opción heterosexual para hacer familia.
No entenderías esto hoy, pero algún día lo entenderás. Me negué toda la vida a encarnar esa equivalencia. Y ahora me niego a ser otra vez objeto de ese mal entendido que ve en todo, hasta en el par que hacen el cuchillo y el tenedor sobre la mesa, la misma división; confirmar la libertad de decisión como utopía frente a la imbatible realidad de la estructura y el binarismo es lo que ya no quiero más.
Nunca fui el fracaso del triunfo de nadie aunque me lo hicieran dudar. Sé que no digo nada novedoso, no digo nada que no hubiera sentido antes cualquier madre lesbiana y sobre todo cualquier madre lesbiana que no parió a su cría, pero más extraña a los ojos del mundo me siento todavía porque además podría ser esa abuela con la que casi todes me suelen confundir. Vos, que ignorás soberanamente la dualidad que habita en mí, ni te imaginás este anhelo de cuajar en el espeso caldo de la sociedad, este anhelo de ser una señora más que hace mandados en bicicleta, pero que no soportaría ser solo una señora más.
No sabés nada Vicky de esta historia que arrancó en mi adolescencia hecha de besos y de golpes, la historia que cargo en mis espaldas como vos, chinita, tu inocente morral. Pero no importa que no sepas, sabés sin saber, que es la única forma de la maestría. Tras tu saludo pillo pasa algo distinto este mediodía primaveral, algo que me deja pensando en esa insistencia de ser nombrada como yo nombré a Fernando Mario, como Fernando Mario nombró al abuelo Andrés y como Andrés debe haber nombrado a su propio papá silenciado en la rama genealógica, purísima falla lacaniana, función perdida para siempre en el olvido.
Me pregunto por qué buscaste que el resto de las familias te escucharan nombrarme así en la puerta de tu escuela. Y entonces me respondo con algo en lo que no había pensado nunca. ¿No es acaso éste el orgullo por el que creo haber marchado desde finales de los años noventa? ¿El anhelo contracultural que le daba sentido a mi vida no fue, no es, precisamente, el disloque perceptivo en los sentidos de una humanidad reglada, condicionada, previsible? Gracias Vicky, por hacerme carburar un poco más profundo como siempre, por lograr que me pregunte cuál es el problema de liberar las cuatro letras de la palabra papá, pagar su fianza y abrir la puerta de su cárcel patriarcal para traerlas a la hacienda feminista que es mi única patria. Yo puedo ser Papá Paula, puedo serlo si ese vocativo se extrapola de la violencia con que lo concebí, si entro en su sonoridad como en una fiesta o en una casa, si una vez fuera del sarcófago de las palabras secas, reinvento la función como vos con tu chiste: un otro rol simplemente, una mano que te conduce y te suelta a las experiencias del mundo.
Hasta ahora, cada vez que me llamás "papá" suelo detener mi razonamiento culpando a Peppa Pig. Peppa y su familia tan rosa y tan celeste. Peppa y su voluntad -su negocio- de construir una cultura cuya impregnación en tu inconsciente me parece imposible de combatir. Pero la visión de tu primito Thiago con su papá y su mamá, o la de la mamá y el papá de la mayoría de los compañeros del jardín también te confirman lo mismo, por más hippies que sean, por más que lleguen hasta el Semillitas en moto, o se vistan de payasos porque trabajan en el circo del pueblo donde te trajimos a vivir.
Es más, la sola foto de mi padre ya muerto cerciora para vos esta percepción generalizada también en la base de mi propia crianza. Entonces ¿por qué te voy a negar la posibilidad de apropiarte de esta palabra para que hagas con ella algo flexible y creativo, si es lo mejor que sabés hacer?
Creo que hasta Fernando Mario se hubiera sentido agradecido de deshacerse de ese frac que le quedaba apretado, ese disfraz que por someterlo a la pesada obligación de ser padre le impidió rendirse al amor con la misma fuerza. Porque la obligación, hijita, esa clase de obligación que mata el cuerpo empezando por el corazón y que se mete en la mente de las personas para hacerlas autómatas, es lo que a él lo enfermó. Jefe de familia, cabeza de hogar y toda esa porquería que le quedaba chica porque en ese reducto no cabía una lágrima, no cabía un moco escapado del pañuelo a la hora de llorar. Tantas veces quiso irse de esta vida hasta que la vida solita se lo llevó para que no tuviera que llenar nunca más el casillero, reducirse a tornillo, ser una palanquita en la maquinaria sin sentido. ¿Sabés? Yo no sé demasiado qué significa ser mamá y Mamá Clara tampoco. A ella, me dijo, también a veces le decís papá.
Hay un escritor que acá nos gusta mucho. Se llama Julio Cortázar y una vez escribió una frase que está en su libro Rayuela y que cuando era joven a mí, Papá Paula, me hizo sentir que la desobediencia y la ternura se parecían bastante. La frase dice así: “Porque el mundo ya no importa si uno no tiene fuerzas para seguir eligiendo algo verdadero, si uno se ordena como un cajón de la cómoda y te pone a tí de un lado, el domingo del otro, el amor de madre, el juguete nuevo, la gare de Montparnasse, el tren, la visita que hay que hacer.”