El título de esta colección de textos cortos de ficción no corresponde a ninguno de los catorce cuentos; es una descripción del estado de los personajes y, por extensión, un reflejo de la forma en que Ottessa Moshfegh, la autora, ve al Occidente de la contemporaneidad. En realidad, es un título positivo si se lo compara con la ficción del volumen ya que no habla del horror sino del deseo de otra cosa que provoca. Todos los protagonistas de los relatos quisieran huir del presente y vivir en un lugar mejor. Estas pinturas de vidas individuales en crisis transmiten algo que podría denominarse “el malestar en la cultura”, para usar las palabras de Freud. Pero tal vez habría que cuestionar la palabra “cultura” porque aquí, la “sociedad” aparece atomizada en seres humanos absolutamente solos, perdidos en un desierto infinito.

El escenario geográfico es el de la California multicultural de nuestros días. Moshfegh tiene antepasados croatas e iraníes y sus personajes son descendientes de europeos, chinos, japoneses, latinos y más. Sus costumbres, reacciones y deseos están marcados por sus orígenes pero tienen un denominador común: una enorme dificultad para establecer una comunicación real con sus semejantes.

La mayor parte de los cuentos está en primera persona y las protagonistas son, en general, mujeres. Tanto ellas como los pocos hombres del libro tienen problemas para moverse en una sociedad que no consiguen descifrar. Tal vez por eso, en muchos de los relatos, se repiten expresiones como “nunca entendí” o “no entiendo”: el mundo que habitan les es no solo intolerable sino también incomprensible. En los detalles tecnológicos y culturales, queda claro que se trata del presente pero pensado como una distopía. Todos los lugares, ya sean empresas importantes o barrios bajos, son laberintos sin salida para ellos. En “Suburbio”, una barriada pobre a la que la narradora va “de vacaciones” en verano –seguramente porque ahí se siente más “rica” que los demás—, ella no se considera “una vecina” y afirma directamente que “no quiere saber nada” con nadie. De alguna forma, consigue hacer una vida de ermitaña en un contexto urbano multitudinario.

Ella y todos los demás viven encerrados en una especie de burbuja individualista sin grietas. En “La habitación cerrada”, Moshfegh convierte ese símbolo en realidad y lo combina con un guion típico del “relato romántico”: el de una convivencia forzada con alguien, que termina siempre en reconocimiento del otro y en enamoramiento. Pero en este caso, el resultado es el opuesto. La mujer y el hombre del cuento son músicos. Eso debería acercarlos pero, incluso después de horas de encierro, el encuentro les es imposible. Al contrario, el gran “descubrimiento” que hace la narradora después de esa experiencia es una toma de decisión de signo contrario: desde ese momento, escribe, “nunca me esforcé por complacer a nadie”, ahora “me esfuerzo solo por complacerme a mí misma. Eso es lo único que importa”.

Pero no, no por eso es feliz. En Nostalgia de otro mundo, la soledad parece buscada pero es una condena, no un premio. En “Me estoy cultivando”, la narradora enseña matemáticas en una escuela. No entiende ni la materia ni a sus alumnos y para conservar ese trabajo que odia, falsifica las pruebas de los estudiantes. Y para empeorar la cuestión, en ese y en casi todos los cuentos, casi siempre la situación es estática, un infierno permanente: la docente escribe una confesión y una carta de renuncia, que tal vez podrían salvarla, pero nunca las entrega. Está atrapada en un lugar que la destruye.

A ella y a los demás, los dominan el consumismo, los prejuicios, la ambición, el orgullo, la falta de esperanza. En “La subrogada” (la traducción es demasiado española para Argentina y ese título es solo un ejemplo), la narradora trabaja en una compañía, haciéndose pasar por vicepresidenta en reuniones en las que se discuten y firman contratos. Su rol es fingir que comprende números que repite de memoria pero ella también confiesa que “nunca entendí la naturaleza de los servicios que prestaba la empresa”. La charla es parte de su trabajo: habla constantemente con el dueño de la empresa, con la gerente general y con otros empresarios y a veces, ella lleva a hombres a su casa. Pero se trata de relaciones falsas, totalmente vacías, tanto en cuanto a lo mental como en cuanto lo físico. Ella también está enferma físicamente y la enfermedad es tanto real como simbólica. “No puedo relacionarme con gente normal”, dice ella.

El centro del libro es justamente este tipo de “normalidad” sin relaciones humanas profundas y con una constante “nostalgia de otro mundo”. Esa es la atmósfera de la California del libro, escenificada en “Los raritos” por las palmeras infectadas por un parásito, “que se arqueaban sobre las calles, dobladas bajo el peso de sus propias coronas”, una imagen que también describe a los personajes. Como en uno de los poemas de La melancólica muerte de Chico Ostra de Tim Burton, otro californiano, aquí todos son la muñeca vudú, que no puede acercarse a nadie porque, si lo hace, los alfileres se le clavan en el corazón. Por ejemplo, en “El señor Wu”, uno de los cuentos en tercera persona, se cuenta el sentimiento amoroso del protagonista por una mujer que atiende un local de alquiler de computadoras. Al comienzo, hay algo casi conmovedor en el protagonista pero en el universo Moshfegh, la empatía, cuando existe, termina siendo revulsiva. Muy pronto, empieza a notarse que, en realidad, el señor Wu ama a un fantasma, una figura falsa que él mismo imagina. El final, difícil de entender en una primera lectura, lo devuelve a lo único de lo que es capaz: un festejo a solas en la noche.

Lo mismo sucede en la historia que cierra la colección con un título expresivo: “Un lugar mejor”. La narradora es una niña huérfana cuyo único lazo positivo con el mundo es su hermano gemelo. Los dos creen que vienen de un lugar diferente y “mejor”, y suponen que, para volver a él, hay que morir o matar a la persona indicada. Los dos están torturados por una realidad inclemente y eterna. El final tiene un nivel de violencia y horror que recuerda la última escena de Contra viento y marea de Lars Von Trier. Moshfegh no cuenta la violencia pero la promete constantemente en el texto. Y es una violencia para todos: para el “hombre malo” que vive en la casa a la que quiere entrar la protagonista; para su hermano, que se queda afuera, llorando y para ella misma. Son niños y ninguno ve un camino distinto para llegar a ese “lugar mejor” y escapar de la vida terrible que habitan. Los adultos de los otros cuentos tampoco.