“Recientemente he comenzado a temerle al futuro. Este año cumplo 45, y durante la última década di clases de Estudios Clásicos con un contrato de trabajo part-time en una buena universidad; traduje del alemán al inglés algunas novelas premiadas, aunque mi nombre rara vez sale mencionado en las reseñas. Estoy, supongo, en el pico de mi carrera. Pero siento que mis dos trabajos están mal pagos y mal valorados, a pesar de todas las horas no remuneradas que les dedico por amor. No me molestaba cuando era joven y agradecida, pero me estoy volviendo más consciente”.
La voz femenina protagónica de Delfos (Caja Negra), la primera novela de la poeta y dramaturga británica Clare Pollard, podría ser la voz de cualquier escritora, académica o artista latinoamericana o tal vez de todas las regiones de este mundo donde el trabajo intelectual y creativo se paga poco, mal, a destiempo. Estructurada en fragmentos con títulos referidos a profecías, del tipo Teomancia -profecía a través de eventos premonitorios-, Videomancia -profecía a través de las formas del humo-, Quiromancia - profecía a través de la lectura de manos-, o Fructomancia -profecía a través de la fruta-, la novela se lee como una especie de diario íntimo, tan divertido como amargo, tan lúcido como ambiguo. Todo bajo el monólogo interior de una profesora y traductora de textos clásicos en tiempos de pandemia, esa especie de ficción dentro de la ficción. Mientras suspende unas vacaciones idílicas en Delfos, angustiada por ese “futuro distópico” del puro presente transformado en videollamadas y cascos de realidad virtual, con noticias que hablan las 24 horas de la extinción humana, se obsesiona con antiguos sistemas oraculares en pleno brote de Covid. Nada parece mejor distracción.
El lenguaje -enfatiza la voz- siempre es poder. Pensamientos al galope que arrancan con un “estoy harta del futuro. Saturada del futuro. No quiero tener nada que ver con el futuro; no lo quiero cerca de mí”; ciertos momentos de liviandad familiar con su hijo y pareja, con frases como “trato de agradecer las cosas buenas que me tocan. Mi hijo, Xander, es una de ellas, aunque ahora que tiene 10 años rara vez hace más que jugar videojuegos (…). En estos días Jason trabaja muchas horas para una fundación benéfica, y no cuida su salud: está engordando; su rostro está poniéndose aún más colorado, y más áspero; se le afina el cabello. Pero es una buena compañía, siempre invitando personas a cenar, poniendo vinilos en el tocadiscos, planeando algún viaje o algo bonito”; o su sueño trunco por visitar Delfos, aquel lugar sagrado que los griegos consideraban el ombligo de la tierra, navegando en su curiosidad por la antigüedad, “el primer santuario de Delfos estaba hecho con cera de abejas y plumas; el segundo, de helechos, el tercero, de laureles; el cuarto santuario, una habitación de bronce con ruiseñores dorados en el techo (pero la Tierra se la tragó); el quinto, de piedra (se quemó), fue el último antes del actual. El Templo de Apolo tiene 147 máximas inscriptas, que se supone vienen de la Pitia y entonces de Apolo. Las tres más famosas están talladas sobre la entrada: Conócete a ti mismo, Nada en exceso, La certeza trae la ruina”.
Más allá de su afición por el pasado remoto, Delfos se respira en la pequeña trama íntima, sagaz retrato de una familia de clase media británica en pandemia -aunque reniegue: “Me molesta que los medios identifiquen a la clase media con las escuelas privadas, las dos casas, niñeras, empleadas de limpieza, toda esa mierda de privilegiados que ni yo ni nadie de mi familia ha podido pagar jamás”-, un mundo trastornado y trasnochado, apenas adormecido por el alcohol, saturado de pantallas y bajo un encierro que maniata la existencia. Una pequeña trama íntima que es el eco de un universo patas para arriba: de cómo la barbarie nace de la civilización y su inefable sed de “progreso” -“si ser buena persona es no dañar a otros, vivo en un sistema que ha hecho de la bondad algo imposible”-.
“Siempre me ha atraído mucho la concepción griega de la tragedia y siento que no ha habido suficientes tragedias modernas. Parece que hemos olvidado esa idea de que la ambición humana es peligrosa. Que el orgullo o el exceso de ambición nos llevará a caer. Estamos tan enamorados de la idea del progreso humano que olvidamos cuántas veces termina en tragedia. Creo que vivimos en un momento muy trágico de la historia: la brillantez, la inteligencia y la aspiración humana nos han llevado a un precipicio terrible”, ha dicho Clare Pollard en una reciente entrevista.
Ese precipicio contempla miedos -“no sé si mi hijo llegará siquiera a la mediana edad”-, hastío por cocinar y ordenar la casa todo el tiempo, pereza ante los interminables Zoom, y un arraigo en la familia que no implica necesariamente conocerse mejor. En Delfos los tres miembros de la familia están muy solos, casi ni hablan. Todos se repliegan en sus formas privadas de permanecer en esa nueva normalidad, refugiados en sus propios secretos.
La protagonista se asume como una madre protectora, aunque ahora busca proteger a su hijo de su propia mente. “¿Por qué estoy insatisfecha, por qué quiero tirar esta felicidad a la basura en lugar de llevármela con cuidado a la tumba? ¿Por qué quiero tener un amante, irme, dejar mi trabajo, cualquier cosa? Porque si no lo hago nada volverá a suceder jamás”, se responde, un tanto desconcertada.
¿Puede ser más importante nuestra necesidad de ser vistos en el mundo virtual que caer bajo el influjo de su vigilancia y control? ¿Es internet la religión de estos tiempos? ¿Fue el confinamiento pandémico un tiempo rápidamente olvidado; o, por el contrario, dejó traumas recónditos que aún no podemos asimilar?
Algo puede ser melodramático y cierto al mismo tiempo, escribe Pollard. Como también es posible pensar dos cosas distintas a la vez, así como que existen el cielo y el infierno. Allí está la mujer de Delfos en sus días de delicado equilibrio con marido e hijo, sin dejar de fantasear con borrarse a sí misma. Como Pitia, la sacerdotisa que un día abandona una vida ordinaria, dispuesta a cortar todo lazo con su marido o sus hijos, para devenir espacio en blanco; devenir instrumento en trance directo con los dioses, buscando predecir acontecimientos futuros.