La extendida confusión entre novedades y progreso es hija de esa convicción tan humana de que cada generación inventó la pólvora, de que todo es nuevo bajo el sol. Los departamentos actuales, tan deplorables como diseño y tan mal construidos, valen porque son nuevos, y cada celular es reemplazado rapidito por otro que hace lo mismo pero es más caro y... nuevo. Si para la tecnología lo de la pólvora reinventada puede ser cierto, para cosas de la política está lejos de serlo. Por ejemplo, en tiempos de Rosas ya había operaciones de prensa internacionales y las potencias se metían en guerras sin terminar de saber por qué y sin tener ni idea de cómo salirse. George Bush hijo podría escribir varios tomos sobre esto, con ponerse a pensar en Afganistán e Irak.

Pero en la primera mitad del siglo 19 las dos potencias planetarias eran Francia y Gran Bretaña, amigadas después de setenta años de guerra casi continua. Ambas, y Europa en general, estaban en uno de esos momentos de malestar de difícil pronóstico, de esos que terminan en alzamientos como el de 1848. Un elemento era la enorme riqueza y poder de esos países, y la profunda miseria de sus pueblos. Otro era la falta de utopía, que en las clases dirigentes se traducía en un ¿a quién invadimos ahora? Los franceses andaban bombardeando México por tonterías como que unos mexicanos se fueron sin pagar de la panadería de un francés. Los británicos ya se equivocaban en Afganistán y andaban agarrando islas por ahí. Toda esta energía se encarrilaría unas décadas después en la pobre Africa, tan grande que hasta los italianos, los belgas y los alemanes mojaron, y que hizo que los franceses y los británicos conquistaran imperios colosales.

Pero primero, en 1848, le tocó a Argentina.

Los franceses ya nos habían bloqueado en 1838, con razones tan tontas como que un francés fue detenido por un delito común y no había embajador en Buenos Aires. El vicecónsul honorario, un comerciante aquí radicado, tronó como si al compatriota se lo hubieran comido los caníbales, y lo siguiente fue una flota. El bloqueo fue un fracaso que perjudicó más que nada a los comerciantes europeos dedicados a la exportación y fue levantado poco menos que por orden de Londres.

Diez años después, Rosas estaba más firme que nunca y los unitarios clamaban ayuda externa. Montevideo era su única plaza fuerte, rodeada de federales orientales y bloqueada por la pequeña escuadra argentina creada por el almirante Brown. Esa Montevideo tenía una enorme comunidad francesa, capaz de montar un regimiento de esa lengua, y era un generador de propagando antirrosista. A Londres y París llegaban enviados oficiales y oficiosos pidiendo que "hicieran algo", por ejemplo separar al Litoral del país y con eso declarar al Paraná como aguas internacionales. 

Británicos y franceses, al final, decidieron intervenir. Todavía hoy uno se puede preguntar cómo llegaron a la conclusión de que era una buena idea. Adolphe Thiers, futuro presidente de la República, defendió la intervención con el simple argumento de que Montevideo ya era una colonia francesa y que la tierra por acá era buenísima. En Londres ni hubo debate y la escuadra partió al sur por orden superior. A todo esto, a la flota combinada se le unen unos cuantos buques mercantes, al parecer mal informados de que la provincia de Corrientes, destino final de la incursón, era una suerte de Dubai donde todo podía venderse. 

A todo esto, el general San Martín, ya anciano pero perfectamente al tanto de lo que pasaba, les había marcado la cancha. Como le preguntaron qué pensaba que iba a pasar, escribió una carta que fue publicada en muchos diarios europeos. El Libertador, vivo, la redactó como un análisis técnico-militar, guardándose su opinión de lo que consideraba una ofensa. Y avisaba que era posible tomar Buenos Aires con tropas suficientes, pero nada más, porque Rosas con unos pocos miles de tropas que seguro que ya tenía podía crear "un desierto" alrededor de la ciudad. El general invitaba al lector a imaginarse un ejército cruzando doscientos kilómetros de campo sin ver una vaca, un caballo, un pozo de agua que no estuviera contaminado... 

La primera acción fue facilonga, la de tomar por sorpresa a la escuadrita argentina que bloqueaba Montevideo. Los invasores tenían algunos vapores, que no necesitan viento, y no les costó arrear a los pequeños barcos de Brown. Los comandantes francés y británico le enviaron a Rosas una carta invitándolo a rendirse y abrir el río, que el gobernador ignoró. Y así rumbearon los barcos hacia el norte.

Lo que hizo Rosas fue encargarle la defensa al Comandante de Costas, ese notable militar que fue Lucio Naón Mansilla. Mansilla tenía 53 años y había peleado de pibe contra los ingleses en 1806 y 1807 a las órdenes de Liniers. Después peleó contra los portugueses en la Banda Oriental, donde se foguearon muchos oficiales de la guerra de Independencia y terminó a las órdenes de San Martín, con quien combatió en Maipú. No fue al norte, porque se quedó con Las Heras limpiando a los godos en el sur, y volvió a Buenos Aires en 1820, cargado de medallas y anécdotas. Siguió una rara carrera militar que incluye un período como gobernador elegido de Entre Ríos, otro como diputado y una vuelta al combate en la guerra con Brasil, donde pulverizó a Bentos Manuel en el combate de Ombú. Mansilla se retiró cuando empezaron las guerras civiles y recién en 1834 volvió al uniforme por pedido del general Viamonte.

La cosa es que este veterano eligió la Vuelta de Obligado, ahí nomás de San Pedro, para plantarse a los invasores. El Paraná tiene ahi apenas setecientos metros de ancho y Mansilla sólo tenía cañones de avant carga, básicamente los mismos de la guerra de Independencia, de corto alcance. Famosamente, hizo la línea de barcazas sosteniendo las cadenas, empavesadas con estandartes azules y blancos, de los que tenían el sol rojo y el añil oscuro, a la federal. Y montó cuatro baterías de artillería en la costa, una al mando de Alvaro Alzogaray -nada que ver con el liberal, que hubiera apoyado la invasión desde el confort de Montevideo- y otra en manos del formidable Juan Bautista Thorne, un norteamericano acriollado y leal.

Los invasores, taimados, mandaron primero a una nave argentina capturada, la San Martín, que poco menos voló por los aires con grandes bajas. Eso abrió ocho horas de combate, hasta que Mansilla se quedó sin pólvora, y dejó a los invasores descolocados. ¿No era que los iban a recibir como libertadores? ¿No era que su superioridad tecnológica, sus vapores y cohetes Congreve asustaban a los nativos? Con sus propios ojos podían ver decenas de cadáveres y varios cañones desmontados, pero el enemigo no se retiraba... Al desembarcar para cortar las cadenas, fueron atacados por la caballería y por los Patricios.

Los aliados pasaron, claro que pasaron, y llegaron a Corrientes, que no era Dubai y no compró casi nada. Volvieron acosados, remolcando buques averiados y cribados de cañonazos, sin nada que mostrar y con capitanes mercantes que no pensaban en glorias sino en cuánto les iban a aumentar el seguro al volver con cascos astillados por la metralla y la bodega sin vaciar. 

A todo esto, Rosas era un héroes americano. En Estados Unidos y en Brasil, en Chile y en Perú, en México y en Colombia los diarios cantaban sus loas. Los diarios opositores franceses gritaban contra la intervención, los ingleses hacían la pregunta más terrible que le podés hacer a un gobierno británico, ¿qué ganamos con esto? Hasta la Cámara de Lores interpeló al primer ministro con esa pregunta dramática. En parte era convicción, pero en buena parte eran patacones de oro. Los diplomáticos de Rosas tenían fondos reservados para comprar periodistas y líneas editoriales, y si hacía falta algún diputado.

Londres y París retiraron sus flotas, firmaron un tratado, reconocieron la soberanía sobre el Paraná. Los unitarios se quedaron gritando solos y nunca perdonaron. Cuando Mansilla, murió viejo y rico, no le rindieron honores militares. Obligado tuvo que esperar para estar en el calendario oficial a que llegaron los otros federales, los peronistas.